Por Lola Fernández.
Uno de esos conceptos en que apenas nadie coincide a la hora de explicarlo, aunque seguramente en el fondo estén todos de acuerdo, es el de la belleza. Puede entenderse como emanando de nosotros, o como estímulo que nos llega desde fuera, pero por lo general si hubiera que definirla, casi siempre se recurriría al placer: la belleza provoca sensaciones y sentimientos placenteros, de agrado, de atracción; frente a la fealdad, que causa rechazo y nos desagrada. Esto, claro está, siempre que nos movamos entre las coordenadas de la objetividad, pues si alcanzamos los dominios de lo subjetivo, todo puede volverse patas arriba, porque hay personas a quienes el mismo concepto de belleza les repele, dado su amor por el feísmo, que otorga valor estético a lo repugnante. En pintura, hablando de Arte, tan indisolublemente unido a la belleza, o a su carencia, tenemos, por ejemplo, por un lado, a Sandro Botticelli, cuyas obras, quedémonos con El nacimiento de Venus y La Primavera, podrían servir perfectamente para entender grosso modo el culto a la belleza; y, por otro lado, quien conozca la obra de Francis Bacon, puede encontrar en ella deformaciones y rasgos más que suficientes para hablar de cualquier cosa excepto de cánones clásicos de lo hermoso. Hasta aquí estaríamos en lo que podemos llamar belleza exógena, la que, desde el mundo externo, penetra en nuestro interior, a través del filtro de las personalidades individuales, nunca iguales entre sí. Y si en ella encontraremos dificultades a la hora de unificar concepciones, no te arriendo la tarea si entramos en las dimensiones de la belleza endógena, aquella que busca la luz desde el interior de las personas.
¿Qué hace que para nosotros una persona sea bella: los rasgos físicos, los valores, la actitud, sus maneras, la conducta desplegada en cada momento y circunstancia, sus aptitudes, el conjunto de todo ello, o nada de esas cualidades? ¿Preferimos la perfección y el saber estar, o nos atrae cierta imperfección y que cada quien vaya aprendiendo poco a poco y no sea un ejemplo de excelencia desde el minuto cero? Casi seguro que a nadie nos gusta que alguien mienta, o se muestre arrogante y fatuo mientras nos mira de arriba abajo; que nos desagrada la gente violenta, o maleducada, o egoísta, o traicionera, o que, generalmente, nos hace sentirnos mal cuando se adentra en las fronteras de nuestra intimidad. Pero tampoco en esto se dan exactitudes y certeza, porque, vistas desde fuera, hay atracciones y fascinaciones fatales que son irresistibles para el más pintado. Tal vez, y ello implica incertidumbre, buscamos aquello en lo que hallar cierta identificación personal, teniendo en cuenta lo que esto supone de experiencias previas, prejuicios adquiridos y factores culturales y educativos. O quizás tan sólo nos dejamos llevar sin más condicionantes cognitivos, y la belleza es todo lo que nos gusta –el elemento subjetivo por encima del objetivo-, sin mayores complicaciones. Todos nos sentimos más inclinados por una música, unos paisajes, un cielo, unas ciudades, unas personas, un libro, y unas vivencias en general, que por otros. Y de ahí surgen las afinidades con unas personas más que con otras, y la antipatía que sentimos por otra gente con la que no sólo no coincidimos en casi nada, sino que nos provoca una firme repulsa. Todo ello sin obviar que aquí podríamos introducir la temática de la atracción de los contrarios, que por hoy me parece que sería ya rizar el rizo; mejor elijo una fotografía para este artículo, que me parece que encierra mucha belleza, no sé si objetiva o sencillamente subjetiva.