Por Lola Fernández.
Miro la fotografía que acompaña este artículo y pienso que no es lo mismo viejo que antiguo, ni que anticuado u obsoleto, aunque todas estas palabras contienen el tiempo en su significado, que es tanto como añadir duración y cambio a las cosas y a los seres vivos. Así, tanto la materia inerte como la vida pueden verse transformadas por el tiempo, hasta el punto de su extinción; y, dejando aparte a los animales y a los seres humanos, mirando esta imagen se me viene a la cabeza todo un mundo de sensaciones y sentimientos asociados a las huellas que va dejando tras de sí el paso del tiempo. Silenciosa, sin prisas, pero también sin pausa, la existencia se va actualizando provocando todo un conjunto de variaciones que nos permite hablar finalmente de evolución y mutación. Las cosas creadas por el hombre no van a quedarse inalteradas con el paso de los años, precisamente porque no son inalterables, por mucha vocación de permanencia que tengan desde el mismo momento de su creación. Y lo más curioso es que las huellas del tiempo nos retrotraen al pasado y lo convierten en presente inevitablemente; o no les ha pasado, por poner un ejemplo, que al descubrir en un paisaje las ruinas de una vivienda la han imaginado nueva, y a la vez han fantaseado con las vivencias en ella y en los árboles que aún viven asociados y que sobrevivieron a quienes un día habitaron allí y los plantaron buscando sombra o frutos, o ambos. Hay huellas que se borran, como las pisadas de los pies en la arena de la orilla del mar; pero otras son señales que quedan para quienes sepan interpretarlas, creando un vínculo que muchas veces no es fácil comprender o explicar, pero que es muy real a pesar de su intangibilidad.
Miro de nuevo la fotografía y veo en ella diferentes materiales: piedra, ladrillos, madera, hierro forjado, restos de revestimiento de la fachada, y vegetación. Es sabido que la naturaleza siempre acaba por devorar cualquier obra artificial en cuanto ésta sufre abandono, y ahí está el verde de las plantas en la pared, y asomando por el poyo de la ventana. Y como un regalo del paso del tiempo, una pequeña flor de diente de león, iluminando con su color amarillo la sensación de melancolía que suele teñir las cosas que fueron y ya no son, o, al menos, dejaron de ser lo que un día fueron. Me dicen que tras esa fachada, con varias ventanas similares a la de la imagen, un día hubo una escuela a la que algunas de nuestras abuelas asistieron, sin imaginar siquiera que muchos años después de irse ellas, allí seguirían los restos de aquella su primera escuela. Y me siguen diciendo que después era un telar donde se tejía, o igual eran locales que estaban juntos, no me lo saben concretar, pero ello me basta para con mi imaginación añadir a la foto una música hecha de risas y alegres parloteos, un sonido de niñas y mujeres jugando y trabajando, poniendo una nota de alegría a unos años que se me antojan difíciles y en blanco y negro, como aquellas primeras películas de antes de que el color llegara al mundo del cine. La belleza o su ausencia no tiene por qué asociarse a lo nuevo, o a lo antiguo que se ha seguido manteniendo evitando que esté viejo y ruinoso. El tiempo va mutando las apariencias externas, pero en su omnipotencia no cabe acabar con los recuerdos; pues pocas cosas son más poderosas que la memoria de las personas o la de los pueblos, tanto que a veces se convierte en motor para el devenir de las generaciones futuras.