Por Lola Fernández.
Miedo me da cuando escucho hablar de transversalidad en términos políticos, y no porque teóricamente no me parezca integrador, sino porque a nivel práctico he ido viendo a lo largo de los años que eso de transversal es casi tanto como inexistente; como un cajón de sastre en el que se incluyeran las aspiraciones que no se van a llevar a cabo jamás. Que sí, que queda muy bien eso de renunciar de palabra a la dicotomía izquierdas/derechas, en pos de un entendimiento que huya de la oposición que se da en toda bifurcación. Lo malo es que no me creo que se pueda unificar el camino que conduce a dos realidades antagónicas, por muchos juegos malabares que se quieran hacer, o decir que se van a realizar; que entre el dicho y el hecho hay mucho trecho. Mi experiencia es que hay conceptos respecto a los que se habla de aplicar transversalmente, tales como el no sexismo, por ejemplo, o todo lo referente a la igualdad, y que después se diluyen como azucarillos en agua, sin volverse a saber de ellos, más allá de su esbozo inicial y su proyección transversal. No puedes ser madridista y culé al mismo tiempo; todo lo más, amante del buen fútbol, pero desde el momento en que tomas partido y te abrazas a unos colores, decir que es lo mismo es pura milonga. Y si eso es así en lo referente a un deporte, por mucho que llegue a ser casi una religión para muchos, ya me dirán ustedes en lo relativo a una ideología política. Si se es rojo, no se puede ser azul, y viceversa; por mucho que la mezcla de rojo y azul nos dé como nuevo color el violeta. Los colores y las mezclas van muy bien en el arte, la iconografía y todo tipo de disciplinas plásticas, así como en todo lo que tenga que ver con las flores, pero va a ser que no es extensivo al espectro político, me parece a mí.
A mi edad he visto ya muchos experimentos políticos que buscaban quedarse con el espacio llamado centro, y hay grupos de izquierdas y grupos de derechas que no han dudado en llamarse de centro, entendido siempre dicho espacio como una especie de tibieza que no asuste al votante; como si quien vota tuviera la piel de un recién nacido y hubiera que mantenerle entre algodones, no vaya a ser que por miedo, no se sabe muy bien a qué, vaya a quedarse en casa y se niegue a ir a depositar su voto en las urnas. No sé qué puede parecer atractivo en no ser frío ni caliente, pero personalmente eso de ofrecer algo contando con el miedo ajeno ya no me vale nada de nada. Me recuerda esa canción de Víctor Jara que decía usted no es ná, no es chicha ni limoná, y, además, creo que no se puede ir por la vida queriendo gustar a todo el mundo, y mucho menos en ciertos ámbitos como en el de la política, algo muy recurrente en estos tiempos electorales. Que ahora toca prometer lo que no se piensa cumplir, eso ya se sabe; que es el momento de arreglar a toda prisa calles y rincones olvidados durante años, ya lo vemos, y nunca es malo cualquier pretexto si al final nos arreglan las ciudades y pueblos; pero no me vengan con disparates absurdos de querer mezclar agua y aceite y que nos vayamos a creer que eso es posible, porque no lo es. Y porque no lo será aunque te vistas de prudencia y sensatez; pues da la casualidad de que hay muchas personas que no tienen miedo alguno ni al frío ni al calor, y sí mucho al nadar y guardar la ropa, cosa que tampoco sirve de nada cuando hagas lo que hagas se te ve el plumero. Hay que decir las cosas tal y como son, sin ponerse, previamente a la herida, una tirita; especialmente porque la gente, la que vota incluida, no tiene un pelo de tonta, y seguramente prefiere la verdad, por dura que parezca, a una mentira edulcorada que a nadie engaña.