Por Lola Fernádez.
Está claro que desde el momento en que aparece un
adelanto en cualquier ámbito respecto a lo que teníamos hasta entonces, es muy difícil sustraerse a su influjo si no quiere una quedarse obsoleta. A ver, es que hay inventos que cambian todo, y no hay que irse demasiado lejos: desde que existe Internet nada es igual a antes, y si nos fijamos en algo tan presente en nuestras vidas como es el móvil, ya ni les cuento. Cualquier problema en las nuevas tecnologías nos puede dejar tirados y sin saber qué hacer, y es entonces cuando más puede añorarse el pasado, porque hacer cualquier cosa requería sólo de nuestros más elementales conocimientos y era casi imposible no poder hacer algo por causas ajenas. No sé, pienso por ejemplo en realizar una llamada telefónica, que nos bastaba con ir a una cabina de teléfonos, y siempre podíamos llamar, salvo avería, o colapso de gente a la espera, aparte de que en todo caso teníamos la posibilidad de irnos a otra cabina. Hoy ya ni existen cabinas, pero basta que se vaya la luz y estemos sin batería, para quedarnos a solas con nosotros mismos y sin poder comunicarnos. Es como eso de quitar los teléfonos S.O.S de las autovías y demás carreteras en los que existían para el caso de algún problema con el coche: llegaron los móviles y los desmantelaron, sin contar con el factor de la falta de cobertura en muchos lugares de la red viaria; así que hay que desear que si nos pasa algo en la carretera podamos comunicarnos no se sabe muy bien cómo, aunque siempre quedará la posibilidad de los tiempos pretéritos de que alguien nos vea y se detenga a preguntar. No sé, pero a veces nos creemos en el futuro y sólo estamos activando un pasado ya superado.
Esta misma semana me vi superada por un simple problema con la nube, que maldita la falta que me hace a mí una nube particular que copie todo lo que yo tengo por si algún día lo necesito. Si existen memorias externas en las que nos tomamos la molestia de guardar todo aquello que nos interesa de estos mundos virtuales y no tan virtuales, para qué quiero yo una nube, que se vaya llenando y llegue el momento en que está tan saturada que de repente se me avisa de que ni voy a recibir correos, ni los voy a poder enviar, a menos que haga sitio, o pague dinero para mayor almacenamiento de duplicidades absolutamente innecesarias. Héteme aquí durante más de tres días borrando mensajes y archivos de años y años y años, que una los tiene en el correo sin preocuparse, pero que resulta que ocupan un lugar irreal en una nube imaginaria, que llegado un momento de saturación nos puede descargar encima su abarrotamiento, hasta atiborrarnos de muermo total. Serán muy inteligentes las nuevas tecnologías, y ya no podremos vivir sin ellas, pero el aborrecimiento que a veces nos despiertan es máximo y absoluto. Total, que una va aprendiendo poco a poco cosas que parecen idioteces, pero que mejor saberlas si no queremos que llegue el día en que por no aplicarlas nos provoquen tal estrés que no nos dejen dedicarnos a otra cosa que no sea resolver los problemas que nos crean. De todas maneras, no dejo de pensar que antes de tanto invento nuevo, vivíamos en la gloria sin tanta inteligencia ajena, que ahora todo es smart, o sea, más listo que el hambre. Y me entran ganas de tumbarme a mirar el cielo, escudriñando nubes reales, dejando que pase el tiempo sin inmutarme, casi como si fuera esa cabeza montañosa del valle de Antequera, la conocida como Peña de los Enamorados, que se alza inmutable y eterna sin que problemas ajenos la distraigan.