Por Lola Fernández.
Cierto es que en la diversidad hay riqueza, que lo endémico y cerrado no permite aportar matices y pluralidad, que por lo general siempre son preferibles varios puntos de vista que un solo enfoque a modo de burro con orejeras. Dicho lo cual, tampoco es difícil reconocer que hay pocas personas que acepten de buen grado que se les lleve la contraria, que se les rebata las ideas, que acaben viendo las cosas de otra manera tras aportaciones ajenas. No digo que sea imposible, pero no es lo más frecuente, lo sabemos todos; y si tocamos temas como la religión o la política, todo se acentúa y hay como un fondo pasional en la defensa del criterio personal, que a veces es algo irracional por lo extremo. Eso se ve muy claramente en las redes sociales, donde es prácticamente imposible opinar sin que quienes no están de acuerdo se lancen a la yugular, virtualmente hablando, por fortuna, para insultarte de malas maneras. Esto de Internet a veces es complicado de comprender, porque igual te censuran un tontolaba, que permiten amenazas de muerte y celebrar el dolor ajeno; es así, y no tiene demasiadas explicaciones, por lo que lo tomas o lo dejas. Está claro que el anonimato incrementa los bajos instintos y la agresividad, y que hay una corriente de odio en el mundo digital que es como un río subterráneo que transforma lo social en asocial: no en vano existen los llamados haters, que no son sino odiadores profesionales que se lanzan en tromba expresando asco, desprecio y rechazo máximo contra las mujeres, los rojos, los homosexuales, los gitanos, los negros, los moros y hasta los cristianos. Cualquier colectivo que no sea el suyo particular es una buena diana contra la que dirigir su odio extremo, y campan a sus anchas sin que nadie les corte el rollo, impidiendo cualquier debate o aportación de un pensamiento que les sea ajeno. Dan más asco del que ellos derraman, pero ahí están, y cualquiera en su sano juicio se abstiene de expresar lo que sea, pues con ellos sólo vale el insulto, y no es plan volverse de su calaña.
Más allá de este mundo de difamación en el que no caben más que la crítica destructiva y las amenazas, nada mejor que quedar con un amigo a tomar un café y hablar pausadamente de cualquier tema y de nuestras vidas personales; pero incluso esto es cada día más complejo, en este mundo de prisas sin saber por o para qué, porque mira que es absurdo correr sin motivo y sin ningún lugar al que llegar, ni antes ni después. Tenemos dentro una perenne inquietud que parece impedirnos detenernos y ralentizar nuestra vida, y olvidamos que el mundo se mueve despacito: la Tierra tarda casi 24 horas en rotar sobre su eje, y algo más de un año en trasladarse alrededor del Sol… y nosotros no paramos, como galgos corriendo en carrera tras una falsa liebre que les sirve de señuelo. No aprendemos, es increíble, siempre presas de un desasosiego que si lo analizas no se debe a nada en concreto; porque los problemas existen, por supuesto, pero no por correr más se solucionan; al contrario, mejor sentarse un momento y pensar qué podemos hacer. La cosa está en que mucho repetimos lo del valor de las pequeñas cosas, pero después parece que se nos olvida. Y a la postre, no hay como irse un rato a disfrutar de lo que nos ofrece la naturaleza, que nos basta con detenernos y admirarla, sin necesidad de adquirirla y llevarla a nuestro conjunto de cosas materiales, ese que nunca nos satisface, porque se nutre de necesidades creadas, que una vez conseguidas quieren otras nuevas, y así sucesivamente, como si fueran zanahorias que nos tientan para alcanzarlas sin que lo consigamos jamás. Nada como un tranquilo paseo a solas con nuestros pensamientos y rodeados de maravillas que están ahí para relajarnos con su belleza, sin mayor requerimiento que el mirarlas y admirarlas.