Por Lola Fernández.
La primera vez que pisé tierras alpujarreñas fue en la provincia de Almería, cuando alguien me invitó a pasar unos días en una típica casa de Válor; recuerdo que era una vivienda tradicional tal cual, sin reformas ni aditamentos, más allá de haber transformado la cuadra en bodega, manteniendo una puerta que más parecía de un establo de caballos que de una casa rural. Mis recuerdos se concentran en la recogida de aceituna, con los mantos cubriendo la tierra bajo los olivos, en bancales escalonados; y solares llenos de flores silvestres, con predominio de siempreviva blanca y morada. Pasé unos días tranquilos, pero, con la perspectiva del tiempo, no llegué a captar la esencia de lo que después he conocido yendo bastantes veces a la Alpujarra granadina. Esta región, que se extiende por ambas provincias andaluzas, entre Sierra Nevada y la costa, está compuesta por bastantes localidades, ninguna con mucha población, pero que suele multiplicarse con los visitantes a lo largo de todo el año. Sin embargo, para mi gusto, los tres pueblos más bonitos y característicos son, sin dudarlo un momento, los que se encuentran en el Barranco de Poqueira: Pampaneira, Bubión y Capileira, de abajo hacia arriba, hasta casi abrazar las cumbres de Sierra Nevada, con el Veleta con su inconfundible perfil, pero por la cara opuesta a la que se ve desde Granada capital. Cualquiera de los tres, desperdigados y escalonados mientras se asoman a las alturas abiertas, son absolutamente alpujarreños, muy cercanos unos de otros, pero con la curiosidad de que a la misma vez son bastante diferentes entre sí. Son lugares para enamorar los sentidos todos, y para ello casi no es necesario estar atentos; es tanta la belleza y la diversidad, tan imponente la naturaleza abrazada a sus calles y placetas, que, aunque no te fijes, te inundan en los muchísimos detalles de todo tipo que se reparten por aquí y por allá, sin querer llamar la atención, pero deslumbrando.
Piedras encaladas y pizarra, calles empinadas con canales por los que agua suena y salta, tinaos con sus tejados de vigas y piedra, flores de todos los olores y colores, plantas de múltiples verdes; los álamos, ahora en otoño, vistiendo de amarillo los paisajes antes de quedarse desnudos; el olor de las higueras, de los membrillos, de las manzanas, de los caquis; los castaños cuajados de frutos verdes, adornando el aire; el trino de tantas aves diferentes, con la alegría de los pájaros jugando ajenos al deambular de la gente. Los antiguos lavaderos, a cubierto de fríos y calores, hoy como reliquias de piedra y agua, por la que crece el musgo y el culantrillo ante la falta de uso. Las huertas, abiertas a los ojos curiosos de ciudad, que tienen la oportunidad de ver escaparates de hortalizas y frutas por los que han pasado los siglos sin mutar su apariencia. Y, por encima y más allá de todos esos detalles, que dejo aquí como simples esbozos, leves pinceladas que abran el apetito de conocer la pintura en su conjunto, las chimeneas de la Alpujarra, con sus sombreros de cal y pizarra, como vigías sobre los terraos cubiertos de launa, esos tejados planos tan característicos de estos pueblos con una arquitectura única y singular, amén de bonita a más no poder. Ah, y cómo olvidar los vinos y las viandas: quién no conoce el típico plato alpujarreño, y la variedad de embutidos y el buen jamón que se come por estas tierras… Es una buena manera de entrar en calor si hace fresquito o se siente la humedad propia de estos lugares tan altos, justo para empezar a recorrer los diferentes telares y tiendas, con las prendas expuestas en barandas y paredes de las muchas cuestas; esas jarapas multicolores, y las piezas de esparto, o de cuero, o de barro… Porque en la Alpujarra viven muchos artistas y artesanos, lo cual nada tiene de extraño viendo la cantidad de estímulos en que se despliega la belleza circundante. Si no la conocen, ya están tardando; y si han tenido el placer de visitarla, no tengan pereza para repetir viaje, porque es de esas regiones que nunca son iguales: cambia la luz, el clima, los colores, los olores… Lo que no falta nunca es la poesía de la Naturaleza, y el agua y el aire más puros que se puedan desear, en los días colgados en los barrancos, a la espera de que caiga la noche y los cielos se llenen de estrellas y el brillo de una luna que no puede ser más espectacular en tan inigualable marco.