Por Lola Fernández.
Vivimos acelerados, nadie lo duda, llevamos siempre demasiadas prisas para llegar a ni se sabe dónde; corremos sin un porqué, pues ni siquiera perseguimos zanahorias que apremien nuestra estéril carrera. Por más que sepamos que hemos de tranquilizarnos y acompasar nuestras pautas al tiempo circundante, no lo hacemos. Corremos como si no hubiera un mañana, esperando tal vez estirar los días para agrandar el presente, y a veces ocurre que la flexibilidad no es tal, sino rigidez que rompe la cuerda y hace que nos estalle en la cara. En ocasiones la pausa la pone la vida, y no nos queda otra que quedarnos parados, porque esa interrupción desdibuja todos los caminos y nos deja a solas con nosotros mismos. Hay que tener mucho temple para saber acompasar los tempos, para vivir en armonía y que las interferencias no nos dejen a solas y expuestos en la intemperie. Cuando la vida le da a la pausa, no te queda otra que pararte. Y cuando eso ocurre, puedes verlo todo de otra manera; no es lo mismo mirar un paisaje por la ventanilla de un coche a toda velocidad, que asomarte mientras se avanza despacio: de repente, las distorsiones desaparecen, y ves la realidad tal cual es.
Seguramente no estamos tan ciegos como nos creemos, igual es que hay cosas que no queremos ver y pasamos por encima de puntillas, para que no nos afecten más de la cuenta. Lo que ocurre es que hay momentos en que no es ya lo que queramos o deseemos, sino que llega la hora de lo que es. Solemos repetir eso de es lo que hay, como si fuera irremediable, y es ahí donde nos equivocamos, porque nada hay que no tenga solución si lo vemos, lo reflexionamos y decidimos tomar cartas en el asunto, sean las que sean. Puede que nos acomodemos a quedarnos al margen de decisiones que nos urgen, convenciéndonos de que no hay ninguna necesidad de actuar ya; pero, cuando menos lo esperamos, no hay marcha atrás. Es como detenerse y callarse en medio de un bosque que nos parecía inanimado: instantáneamente se llena de vida y sonidos; no es el entorno, somos nosotros los que a veces caminamos como zombis.
Hay que ser justos y agradecidos con quienes nos cuidan y quieren, sin olvidar nunca que nadie ha de lograr que no nos queramos bien. Si eres importante para alguien, nunca te hará sentir lo contrario. No se puede pedir, y es tan absurdo e inútil como dar cuando no se desea lo que das. No hay que malgastar las palabras, porque el significado de los hechos es mucho más importante. Llega un momento es que lo negro es negro y lo blanco, blanco; y no hay quien pueda hacernos comulgar con ruedas de molino. Es preciso tomarse el tiempo necesario para ver cómo el trigo verde amarillea, anunciando el paso de una estación a otra. Y ahora que va a llegar el verano, nada mejor que aprovechar las hogueras de San Juan para desechar y quemar en ellas todo lo feo y que no nos sirve, con el deseo de una renovación que sea algo así como una muda de piel. No se nos olvide nunca que solamente se vive viviendo, no jugando a que estamos vivos. La vida no espera, o te agarras a ella, o te quedas muerto.
PD: Feliz verano, y nos vemos de nuevo cuando llegue el otoño.