Por Lola Fernández.
Digamos que en medio de lo convulso, la armonía es como un medio de salvación, un refugio en el que sentirse a salvo, sin connotaciones bíblicas de ningún tipo. Por mucho que no queramos pensarlo, por más que busquemos olvidarlo, vivimos unos tiempos que son muy poco dados a sentirnos libres y ajenos al peligro de vivir, no ya de morir, que sería mucho más comprensible. Vamos camino de dos años y medio de una amenazante realidad a nivel mundial, que implica por ello mismo no encontrar posibilidades de escape. Una pandemia que diezma la población y ante la cual las vacunas han sido un eficaz aliado, aunque sin duda alguna las mascarillas se han convertido en nuestras inseparables compañeras a la hora de salir de casa. Cierto que poco a poco hemos ido pudiendo salir de nuestros entornos geográficos más inmediatos; algo así como vivir la aventura de traspasar nuestras fronteras colindantes, como atrevernos a salir de los bordes mismos de nuestra cotidiana existencia. Pero qué mayor separación entre nuestra individualidad y el resto, que la que ha ido creando esa mascarilla que, a la vez que protege, nos ha cubierto el rostro y las facciones desde hace tanto, que hay personas a quienes no le hemos visto la cara al descubierto jamás. Hemos sido ojos que miraban otros ojos que nos miraban, poco más; y, siendo las miradas muy importantes, no ver las bocas, las narices, los gestos, la risa o el rictus de desagrado, por ejemplo, es algo que indudablemente ha incidido en nuestro mundo relacional más físico. Es muy difícil una buena comunicación cuando todo lo que ofreces y recibes es un abrirse o cerrarse los ojos, sin más acompañamiento gestual. Eso, sin hablar de la falta de contacto entre nosotros: ese no tocarnos, no besarnos, no abrazarnos, que, por supuesto, nos ha cambiado, convirtiéndonos en náufragos en islas aisladas, a la sombra no ya de una palmera, sino de una mascarilla.
Pobre de nosotros, los adultos que hemos rumiado tanto miedo y las más variadas expresiones de la frustración y el desespero, y pobres de los niños y niñas que están viviendo esto sin llegar a comprenderlo. No alcanzo a imaginar sus secuelas y consecuencias en los próximos años, si llega el momento en que la covid se gripaliza y pasamos a vivirla como una enfermedad estacional que pueda combatirse con la vacuna sin mayores problemas. Y de repente, los náufragos nos quedamos sin palmeras: nos han quitado la obligación de llevar mascarilla, con escasas excepciones, ya no solamente al aire libre, sino en los espacios interiores. Como por arte de magia, un juego de quitarse las caretas ha empezado a darse, casi imperceptiblemente. Ya no son ojos que nos miran mirarlos; ahora hay rostros que gesticulan ante nuestra sorpresa de conocer las caras que imaginábamos, y que no suelen corresponderse, en su realidad, a lo imaginado. Ahora los labios acompañan a las palabras, y las bocas a las risas, mientras los ejes que son las narices son más largos o cortos que parecían enmascarados. Madre mía, caras completas ante nuestros sorprendidos ojos, con un inicial desconcierto ante el hecho de sernos de pronto desconocidos quienes eran conocidos bajo mascarillas. Sin duda alguna es maravilloso descubrirnos, y en unos pocos días nuestros cerebros habrán asimilado la información total y completarán un juego de correspondencias tras el cual ni recordaremos el desconcierto inicial. Un avance importante en esa armonía que ha de reconfortarnos sin falta para paliar nuestra necesidad de afectos y mitigar los desconsuelos que vinieron de la mano del coronavirus.