Por Lola Fernández.
Tenía muchas ganas de visitar el Palacio de los Enríquez, una de las joyas del patrimonio bastetano. Desde que escuché por la radio que se iban a organizar visitas guiadas en grupos reducidos, la idea me atrajo mucho, por lo que hice mi reserva, creo que de las primeras personas. Lo hice con bastante antelación, porque estaba muy ocupada y no podía por el momento. La cosa es que empecé abril con un sábado especial dada la oportunidad de entrar a un lugar que desde niña miraba, pero sin poder acceder, exceptuando alguna ocasión que pude visitar de paso algo de su patio, y poco más. El tiempo me regaló para la visita un día soleado, que, aunque frío, era todo un motivo de alegría, después de los días de calima, o de lluvia y granizo vividos en una primavera que más parece invierno. Así que allí estaba frente al portón cerrado, con la antelación que nace de la ilusión. No me importó esperar un rato, paseando por la Alameda, sin perder de vista el palacio. Y cuando por fin llegó el momento de entrar, vi cumplido un sueño de muchos años.
Antes de nada, quiero felicitar a quien ideara la iniciativa, que me consta que está siendo todo un éxito, con afluencia de gente que va con la misma ilusión que yo, sin importar el mal tiempo que ha hecho algunos días de visita. Y también deseo dar mi enhorabuena al profesor de Historia de Arte del CEP de Baza, que hace de guía, por su rigor y amenidad: una conjunción que no siempre se da, pero que si lo hace, como en esta ocasión, suscita todo el interés y satisfacción, logrando que se aprenda con alegría. Propuestas como esta son muy válidas, porque ayudan a conocer más de la historia de nuestra ciudad, de su patrimonio arquitectónico y cultural, de las personalidades importantes que vivieron en ella, etc. Aprendiendo a conocer, se aprende también a amar un poco más, y hace surgir el interés por un patrimonio a veces más descuidado de lo deseable, por múltiples y diferentes razones. Unas veces por las competencias de diversas Administraciones; y otras, como en este caso, por tratarse de un inmueble que hasta 2017 era de titularidad privada.
Podría resaltar la belleza de muchos de los elementos arquitectónicos y decorativos presentes en el Palacio: unos artesonados que son una auténtica joya artística; o los detalles de una forja renacentista verdaderamente bonita; unos jardines que pueden darnos una idea de cómo serían en un principio, junto a sus huertas; la cercanía y unión al Monasterio de San Jerónimo, ligados ambos históricamente, y con acceso directo e interior de uno al otro; el paso del Caz Mayor, por debajo del lugar, como evidente signo de poderío con acceso directo a sus aguas; las diferentes columnas de lo que fue un porche de entrada, etc. Y sin embargo, lo que más me atrae de estos lugares que, hoy vacíos, tuvieron mucha e importante vida a lo largo de siglos, es siempre esa sensación de que sus muros y estancias, el patio, los jardines y huertas, los rincones de aquí y allá recobran vida de nuevo, como si nuestros pasos y las palabras, o las risas de los más pequeños, se convirtieran en una música interior que se uniera a otras melodías de antaño; o como si las puertas, ventanas, balcones, al abrirse lo hicieran con la memoria de otras manos que abrieron en su día los postigos; y en las escaleras resonaran otros pasos junto a los nuestros, y otros dedos recorrieran las barandillas. Porque si las casas, sean del tipo que sean, se mueren un poquito al cerrarlas, qué duda cabe de que al abrirlas las resucitamos. Ojalá no se acaben las obras de reforma de este lugar, hasta que un día, mejor si es cercano que lejano, recobre todo su innegable esplendor, que brilla incluso hoy en día.