Por Lola Fernández.
Cuando nadie me ve puedo ser o no ser, canta Alejandro Sanz en una de sus muchas célebres canciones. Cuando nadie nos ve, qué difícil ya en esta época de redes y exhibicionismo vital en todos los sentidos. Porque mostramos y compartimos demasiado y demasiadas cosas con demasiadas personas, que muchas veces ni conocemos, más allá de un nombre. Exhibicionismo a nivel material, y, lo que es mucho peor, espiritual; incluyendo en esto último, las sensaciones, los sentimientos, las emociones… casi nada, vamos. Nos mostramos sin problema, con una asiduidad casi rutinaria, como un hábito que se tornó costumbre a base de su repetición. No nos importa nada abrir puertas y ventanas sin saber quién nos mira, y qué mira, que esa es otra. Porque es evidente que incluso con la imagen surgen equívocos, no siendo éstos solamente propios del lenguaje. Sí, es verdad que una imagen vale más que mil palabras, pero no todos ven lo que tú crees que muestras. Y no porque todo un mundo de likes, distribuidos sin ninguna inocencia, por otra parte, acompañe a lo que enseñas, quiere ello decir que realmente gustas o gusta lo que ofreces. Las redes enredan, como su propio nombre indica; como un mundo de dendritas que hasta al mismo Santiago Ramón y Cajal hubiera confundido, no dejamos de ser como neuronas sin sinapsis, señales visuales para ciegos, voces para sordos. Por muchos seguidores, los justos que dejemos seguirnos, los pocos que nos apetezca seguir, estamos muy solos.
Hay amores que surgen al calor de las redes, con besos sin labios y amor sin piel. Hay odios viscerales hacia auténticos desconocidos, por sólo la imagen que proyectan. Hay coleccionistas de contactos, con los que se sienten reyes y reinas de un mundo de fantasmas; como hay auténticos hurones rodeados de amistades virtuales que no van a poder darle un abrazo cuando lo necesiten, ni siquiera queriendo darlo. No es baladí que el mundo irreal provoque fluctuaciones relacionales, así las voy a llamar, en parejas de verdad de la verdadera; como tampoco carece de importancia que el motor que ayude a alguien a vivir con la mínima ilusión sea algo o alguien hallado en las redes, en las plataformas, en las aplicaciones, en los grupos, etc. Dicen los hombres y las mujeres de la Psicología, y dicen bien, que hoy en día, cuando más medios tenemos para comunicarnos instantáneamente y más personas conocemos, más tristeza y soledad sentimos.
Qué hacemos, qué decimos, qué sentimos cuando nadie nos ve, eso es algo que solamente cada uno y una de nosotros sabemos. Qué hay detrás de cada imagen que compartimos, en cada like que damos o negamos, qué queremos decir cuando nos expresamos a través de estos inventos que nuestras abuelas hubieran desechado sin pestañear, eso es para escribir un libro, no un simple y pobre artículo semanal que ni siquiera sabes si será leído, pues es tan virtual como todo lo demás. Recuerdo que en el colegio, de monjas, cuando el sexólogo nos hablaba de pura teoría que no teníamos edad para entender en su justa medida, al profundizar en la diferencia entre el amor entre una pareja y el autoerotismo, incidía en una palabra diferencial entre uno y otro tipo de sexualidad, compartida o a solas, y esa palabra no era otra que soledad. Esa quizás sea la clave de lo solos y solas que nos sentimos por más redes sociales que nos circunden: más que un intercambio, estamos ante un flagrante onanismo relacional. Y eso no lo cura ni mil Me gusta, ni un millón de Me encanta.