Por Lola Fernández.
Recuerdo a un político de derechas en el Gobierno, o sea, con mucho poder para hacer y deshacer, que, con motivo de su segunda boda, a celebrar en una capital andaluza, no tuvo mejor ocurrencia que sacar a los pobres de las calles. Así, tal cual, no sacar a los pobres de pobres, que no hubiera sido un mal gesto, sino hacer desaparecer cualquier atisbo de pobreza de las calles de la ciudad elegida para tal evento, con la intención de no toparse con algo desagradable en un día tan señalado para su persona. Aunque ciertamente lo desagradable es que exista gente así, personas, de algún modo habrá que llamarles, que invisibilizan, niegan, miran a otro lado si hablamos de pobreza. Son tan sucios de corazón, como poco limpios los que esconden la basura debajo de las alfombras. Aporofobia le llaman al asco a la pobreza, y va desde ignorarla y evitar atenderla, hasta ataques inhumanos hacia quienes la padecen. Es algo incomprensible y que va en contra de cualquier principio ético o valor moral, pero ahí está, existe tan campante y tranquilamente, como quien no quiere la cosa.
En tiempo de crisis, y no podemos negar la gravedad y el deterioro actual en tantos sentidos que es como para perder el sentido, lo lógico y natural es que las dificultades sean generales, y que los esfuerzos por salir de la crítica situación sean comunes. Lo malo es, como ocurre aquí y ahora, cuando la consecuencia de tal crisis es que los pobres son cada día más pobres; y los ricos, más ricos. La brecha de desigualdad se expande ante los ojos de los que menos tienen, y nada pueden hacer, y los que son beneficiarios de ello, que son los que pueden hacer algo, y todo lo que hacen es propiciar tal insostenible situación. ¿Que Cáritas dice que solo en Madrid hay 1,5 millones de personas sufriendo pobreza moderada o severa? Pues ahí que sale un dirigente de derechas mofándose de ello y preguntándose que dónde estarán… En su mansión pagada por todos nosotros seguro que no están, ni siquiera en su urbanización, que ya se encargará él de que no molesten. Porque ¿se han fijado ustedes lo que se les hace a los pobres que no tienen mejor sitio para dormir que en la calle? Pinchos de hierro en los suelos, ataques, a veces mortales, a los que se meten en un cajero, vigilancia para que no osen meterse en un portal buscando abrigo contra el frío y la lluvia… En fin, todo un completo e indecente desatino inmoral. En esta sociedad quien no tiene, no vale; y si quien tiene lo ha robado y ha propiciado que otros no tengan, no pasa nada: este mundo es de los listos, o de los malvados, vaya usted a saber.
Hay a quien le asquea la pobreza, y a mí me repugna quien así siente, y que los políticos, pero todos, hayan perdido la conexión directa con la gente para quienes trabajan, en teoría, claro. No se comprende que la visita a los barrios marginales, o a los mercados de abasto, o a los colectivos que demandan soluciones a sus perpetuos problemas sin resolver jamás, sólo esté en la agenda de los políticos en las campañas electorales. Las elecciones no debieran ser la línea tras la que los vencedores se instalan en el poder y a vivir del cuento mientras se aferran a sus sillones, cargos y prerrogativas. La toma de posesión de los cargos políticos debería ser el pistoletazo de salida de una carrera de dedicación a la ciudadanía de a pie y sus problemas; y no lo que vemos generalmente, de acercarse a las más altas esferas para medrar y ascender; siempre con la vista hacia arriba, sin mirar ni de reojo a quienes están caídos y no pueden más. Puede que sea un camino de ascenso social, pero la verdad es que a nivel humano es simple y llanamente un descenso a los infiernos. Lo triste es que ni lo ven, y si lo ven, no les importa; todo les va muy bien, aunque sea a costa de que a otros les vaya cada vez peor.