Por Lola Fernández
En esta sociedad, en la que los países ricos gastan más en armamento y material destructivo que en paliar el hambre de los países pobres, nada tiene de raro que de repente un loco baste para asustar a la humanidad en su globalidad, poniendo en peligro al mismo planeta. Imposible entender que no se pueda evitar que un demente así cause miles de muertos y dañe la economía mundial con solo pretenderlo y estar escondido en quién sabe qué bunker inexpugnable. Pero así es, y basta ver lo que está ocurriendo en Ucrania las últimas semanas, tras la invasión bélica por parte de Rusia. No estamos nadie a salvo de lo que les ha ocurrido a los ucranianos, radiado y televisado día a día, que esa es otra. Después de dos años de centrar el periodismo únicamente en el coronavirus y sus estragos a nivel mundial, había ganas de cambiar, pero me parece sorprendente que ahora toque vivir la guerra bomba a bomba. Creo que el periodismo tiene que reinventarse urgentemente o morirá de aburrimiento por mono temas, si no nos mata antes del cansancio. El caso es que tenemos información puntual de esta guerra, ante la que hay que tener mucho cuidado para evitar que se convierta en la Tercera Guerra Mundial, lo que no es difícil con el loco Putin emperrado en sus sueños imperialistas, sin que le importe nada de nada la vida de nadie, empezando por la de los mismos rusos. Y digo esta guerra, porque parece que se nos olvida que hay, a fecha de 2021, como 63 guerras activas en todo el mundo, causando miles de muertos sin que nadie haga nada por acabar con un sucio negocio manchado de sangre humana y de destrucción del hábitat de millones de personas por aquí y por allá.
Hemos visto, vemos día a día, el éxodo de ucranianos, llegando a la frontera de Polonia, por ejemplo, y desde allí dispersándose en distintos medios de transporte, rumbo a países que, como España, les espera con los brazos abiertos. Somos muy conscientes de que lo que ellos viven, podríamos vivirlo nosotros. Ese generoso y solidario ejercicio de empatía y humanidad contrasta, sin embargo, con la canción del olvido que entonamos, y entona el mundo en general, respecto a las decenas de miles de refugiados sin refugio que malviven desde hace años en Lesbos. Europa se limita a pagarle a Grecia para impedir que se les abran las puertas y puedan buscar una vida mejor. Personas, ancianos y niños incluidos, hacinadas y abandonadas a su mala suerte; humanos que para llegar allí hubieron de salvar el mar en pateras, muriendo a miles muchos de ellos. Y que todo lo que encuentran son campos alejados de las ciudades, en tiendas de campaña, con frío, con hambre, con depresiones y demás problemas mentales que son ignorados tanto como su salud física. Habiendo tenido que pasar así dos años de cruda y dura pandemia, en condiciones infrahumanas de las que no les es dado escapar, porque sus campos de acogida son puros campos de concentración.
Quiero, queremos, un mundo libre de muerte provocada y evitable; una sociedad que cuide de nosotros, de todos, sin preguntar de dónde venimos. Cuando se huye de una guerra o del hambre, hay que abrir las fronteras, nunca cerrarlas. Se podría empezar por acabar con los negocios de la guerra y reconvertirlos en los del desarrollo y el bienestar mundial. Debería neutralizarse a los locos mesiánicos que implantan el terror allá donde desean. No sé, cualquier cosa que no nos asustara, que no nos matara, que no nos condenara a un infierno en vida; cualquier cosa menos esta canción del olvido.