Por Lola Fernández
A mí, todo negacionismo me sabe a cobardía o a ignorancia, cuando no a pura imposición. Mis años de cambio desde la adolescencia a la primera juventud coincidieron con una época de tránsito, de salir de toda mi vida con un régimen totalitario sin democracia, lleno de censura y trabas, a vivir una transición que olía a libertad. O al menos a algo diferente que parecía serlo, aunque tal vez sólo fueran los aires: renovados, nuevos, limpios, como una muda de piel. Cuando apenas dejaba de ser una niña y me adentraba a solas en el mundo de los adultos, la revolución no era un concepto que diera miedo, sino una vivencia cotidiana. No conllevaba ninguna connotación de inquietud o violencia, sino de transformación, de abrir ventanas y puertas, de renovación. Dejaba atrás una mortecina uniformidad mental y me abría paso entre la ilusión y la alegría de los nuevos días. Eran tiempos de hermandad, de no saber qué nos esperaba, entre los miedos de los mayores que no habían olvidado una guerra, y los cánticos revolucionarios de los jóvenes más politizados. Yo no sabía nada de política, ni de odios fratricidas, pero tenía toda una vida por delante para aprender, sin que nadie decidiera por mí en qué se traduciría tal aprendizaje. una
Aquel tiempo estaba repleto de poemas, de música, de reflexiones sobre nuestra obligación de no caer en el aburguesamiento, de ser los abanderados de la independencia y la individualidad personales. Queríamos ser autónomos y expresar nuestras personalidades, como puentes en los abismos generacionales. Igual era pura teoría, pero tratábamos de ponerla en práctica, y soñábamos; y a ver quién iba a ser capaz de robarnos nuestros sueños. No, allí no había negacionismo ninguno; si acaso un animarnos a ser el futuro, mucho mejor que el pasado que nos había tocado en (mala) suerte. Me parece que si se escucha a Serrat cantando los versos de poetas como Machado o Miguel Hernández, se amuebla el cerebro con mucha más calidad que si se hace con las letras sexistas y misóginas del reguetón, por poner un ejemplo. Me enseñaron que hay que aspirar a crecer y ser mejor persona, y dudo que ahora sea esa la tónica general. Hoy, la rebeldía se lanza contra las vacunas (lo que, en época de pandemia, sólo es desconocimiento e ineptitud), contra la lucha por la igualdad de derechos (cuando no se niega directamente la violencia de género), contra las políticas sociales (cuando estás desamparado y apoyas a quienes te ignoran, eres tonto o te lo haces), y así todo… Nuestra banda sonora era de amor y paz, no de odio y guerras; las modas nacían en las calles, no nos las daban hechas en las plataformas digitales. Un poster del Che era reafirmarte del lado de quienes dieron su vida porque tuviéramos más derechos, y cualquier atisbo neofascista era un nauseabundo olor del que huir. No sé dónde y de qué parte está nuestros jóvenes, los más comprometidos; pero si se observa lo que estamos viviendo, la cosa no pinta muy bien que digamos. Puede, y hoy lo pienso, que nosotros no fuéramos libres del todo, pero las campanas tañían alegres con aires de libertad.