Por Lola Fernández
Por si éramos pocos, parió la burra, que se dice; por si no teníamos bastante con el puñado de influencers pelmazos, ahora hemos de enfrentarnos a la opinión de las redes sociales. O sea, pasamos de unos cuantos listillos que se lo llevan calentito gracias a sus seguidores, que no han de ser muy listos si siguen a tanto inculto cantamañanas, a la opinión de una gente cobarde y anónima que despotrica contra todo, que celebra muertes y enfermedades, que acosa cual hiena hambrienta a cualquiera que le parezca mal por lo que sea, generalmente por pura y contraria ideología. Las redes sociales y sus liantes, que se convierten en la voz del oráculo, son para hacerse la pregunta de hacia dónde caminamos, de si este es el bajo nivel que deseamos para nuestros hijos y sus hijos. No puede ser que haya una masa de gente anónima, antes se le llamaba directamente rebaño de ovejas, que amparados en ese no saber quién está al otro lado, se dediquen a hacer la vida de otra gente un suplicio tal que a veces conduce a la muerte. No debería haber lagunas legales en este aspecto, ni debiera aceptarse que se censuren unas tetas mientras se jalean las amenazas de muerte. Si esta es la sociedad que entre todos y todas estamos construyendo, a mí no me interesa para nada. Ya se sabe que llegó Internet y nos cambió la vida para siempre; que no es coherente, ni posible, ni factible ir hacia atrás y desandar lo andado, pero ¿acaso hemos de permitir que cuatro energúmenos contaminen todo? No se puede ir contra el progreso, pero porque un día se inventaran las pilas, no deja de perseguirse a quien con ellas contamina las aguas de un pantano, por poner un ejemplo.
La gente famosa siempre ha tenido fans y detractores, no hay nada nuevo bajo el sol, por mucho que algunos se crean que están inventando algo; pero una cosa es que alguien no te guste, y otra muy diferente es acosarlo y atacar sistemáticamente a quien sea seguidor. No nos movemos en parámetros de guerra. No hay que hablar de enemigos, y menos aún de enemigos a muerte. La vida es mucho más sencilla: se puede vivir y dejar vivir. Existe la diversidad, por fortuna, y en ella se encierra todo un mundo de riquezas de todo tipo. En las redes sociales se permite el insulto, la amenaza, el ataque en grupo como si de una jauría humana se tratara. No sé qué solución hay para evitar la repugnante presencia y conducta violenta de tanto descerebrado que detrás de un perfil falso se dedica a amargar la existencia de quien tenga la desgracia de convertirse en su objetivo a la hora de descargar y vomitar su odio; tampoco me corresponde a mí, una ciudadana cualquiera, buscar una solución global. Yo, todo lo más que puedo es encontrar salidas personales e individuales, tales como no participar en redes sociales; pero eso no es sino una evitación. Al final, has de renunciar a cosas que te gustan, para no tener que toparte con tanto energúmeno sin cabeza. Y es que las redes, a menudo, más que estructuras relacionales abstractas, se convierten en auténticas trampas en las que los más ingenuos e inocentes se ven enredados y sin salidas; víctimas de alimañas a quien el sistema protege sin ningún tipo de control. Y no es ninguna tontería, porque la estadística de suicidios provocados por una salvaje e impune presión de las redes sociales, crece día a día. Lo más triste es que estas cosas se conozcan y nadie mueva un dedo por cortarlas de cuajo.