Por Lola Fernández
Es evidente que existe el cambio generacional: lo que a los hijos encanta, a los padres suele espantar; pero igual ocurría con esos padres respecto a los suyos, cuando eran hijos nada más. Cambia todo, empezando por los valores sociales y siguiendo con la música, la moda, el arte, y un largo etcétera que ustedes mismos pueden completar. Los grupos musicales, por poner un ejemplo, que para nuestros padres eran lo más, hoy los nombras y los más jóvenes ni oyeron hablar de ellos. Si acaso, en familias numerosas, los más pequeños pueden conocer algunas cosas por la simple influencia y convivencia con los hermanos mayores. Y es igualmente cierto que los movimientos juveniles como cultura grupal definida con una ideología afín y diferenciada de lo anterior, y de lo posterior, se han dado a lo largo de la Historia. En la década de los 50 existió la generación beat, precursora de los hippies, que verían el nacimiento del punki, y así sucesivamente hasta llegar a la actualidad. Siempre he pensado que al igual que los padres nos educan cuando somos pequeños, nosotros al crecer hemos de educarlos igualmente en otra serie de valores que ellos no tienen la oportunidad de vivir desde el otro lado. No tengo hijos, así que he perdido esa ocasión de aprender por ellos muchas cosas que por edad yo no he vivido ni viviré. Sin embargo, si analizo y reflexiono, pienso de un modo muy diverso, incluso contradictorio, sobre nuestra juventud, la de aquí y ahora, después de dos años de pandemia con el maldito Covid-19.
Me pongo en el lugar de los jóvenes y me estremezco: les ha tocado vivir la terrible crisis del 2007, tan mal gestionada por los políticos de turno, que rescataron a los bancos en lugar de a la ciudadanía. Gracias entonces a que los abuelos y abuelas ayudaron a seguir para adelante a sus hijos y nietos. Por cierto, esos mismos abuelos que cuando llegó el coronavirus fueron abandonados a su suerte y murieron por decenas de miles en los geriátricos y en sus casas, solos la mayoría de las veces; por no entrar en detalles de lo que ocurrió con ellos en esas residencias. Y cuando ya se empezaba a respirar un poco económicamente y a salir de esa terrible crisis que fue aprovechada coyunturalmente para casi acabar con la clase media e incrementar las desigualdades abismales entre pobres, cada vez más, y ricos, indecentemente más ricos a costa de robar y no aportar a la recuperación del país, llegó la pandemia. La suerte de la juventud más parece mala suerte, porque el pasado más reciente, el presente y el futuro son más oscuros que luminosos y brillantes. Cada vez con más problemas de salud mental, lo cual no tiene nada de raro; y con unas perspectivas ciertamente poco atractivas respecto a poder vivir fuera de la casa de sus padres, y acceder a un trabajo estable que permita adquirir una vivienda y formar una familia.
Ahora bien, ciertamente los movimientos juveniles generacionales siempre han aspirado a mejorar, han luchado por sus derechos, han dado lugar a la aparición de líderes juveniles que aglutinaban los grupos y les hacían ver la necesidad de organizarse y protestar y hacerse oír. Pienso en las revueltas del 68 en Francia, por ejemplo; país donde se sigue teniendo la buena costumbre de no aceptar los recortes económicos propuestos por los políticos sin protestar hasta evitarlos, al menos en parte y por lo general. Pero, dónde están nuestros jóvenes, no los veo quejarse, manifestarse, protestar por su situación. Los veo organizarse para concentraciones prohibidas por la pandemia, pero sólo para beber y reír, sin empatizar con la tristeza de miles de familias que han perdido a sus seres más queridos. Ensimismados en sus móviles y demás dispositivos, escuchando músicas con letras machistas y misóginas, nada de pedir oportunidades para poder vivir mejor, por poner otro ejemplo. Está claro que de los hippies, por quedarme con un movimiento, y sus valores de rebeldía contra lo que les ofrecía el sistema, su rechazo al consumismo, su ecología, su lucha por la igualdad y contra la guerra, etc., sólo ha quedado aquel olor a pachuli que me envolvía en mi juventud cuando los últimos, y casi trasnochados, hippies llegaban a las ferias con sus puestos de artesanía llenos de vida, risa y colores.