Por Lola Fernández.
Leo en las noticias de la mañana que ha muerto un filósofo a los 80 años, Antonio Escohotado, en Ibiza, “arropado” por su familia; y mis pensamientos no se van a su obra, sino al hecho de su muerte a una edad avanzada, de cáncer, y en una isla que se asocia a la libertad, algo que choca un poco en estos tiempos de pandemia, no muy dados a conjugar la libertad en cualquier modo. Todos somos víctimas de esta pesadilla de epidemia, que se sentó a nuestra mesa como convidada de piedra, y se ha convertido en protagonista y dueña de nuestras vidas cotidianas, sin poder hacer nada por evitarlo. No sé qué pensará un filósofo, pero seguro que mucho, acerca de los días que vivimos, ni sé qué pensarán las personas mayores (no me gusta llamarles viejas, por respeto hacia ellas, pero lo de personas mayores sé que no les gusta, y lo de tercera edad, menos). Ni me imagino los pensamientos de quienes no tienen una familia para arroparles cuando están cerca de abandonar el mundo de los vivos. O los de quienes por ser mayores no tienen conocimientos ni acceso informático, y ni saben cómo hacer para tener una visita médica. No toda la gente tiene un aparato en sus casas para llamar en caso de necesidad por encontrarse mal; y hay quien, aun teniéndolo, se siente indispuesto lejos de él, incluso en el mismo hogar, y se ve imposibilitado para utilizarlo y que acudan a socorrerle. Hay mucha gente que está literalmente sola, aunque tenga hijos y nietos, o vecinos; y yo me pregunto qué sienten, qué miedos les acechan cada mañana al levantarse, igual después de una noche sin apenas dormir, teniendo que levantarse a solas para ir al baño, sin mucha más compañía que las voces de sus programas preferidos de la radio. No se trata de personas solitarias, sino de personas que están y se sienten solas, muy solas.
Y ahora, a esa soledad añado un ingrediente nada trivial, los cuidados para la prevención de la Covid 19. Me pregunto otra vez por cómo vivirán las personas de edad avanzada esto de los geles hidroalcohólicos, las mascarillas de este o aquel tipo, y, sobre todo, lo de la distancia social. Cómo asimilarán la falta de contacto físico, la ausencia de abrazos, el salir a la calle y cruzarse no ya con rostros conocidos o no, sino con caras enmascaradas y solamente ojos. La vejez no es una etapa de la vida especialmente ilusionante, y nada tiene de raro que se asocie a estados depresivos: la fuerza física se va aminorando, se atenúan los reflejos, la salud se deteriora, aparecen los achaques que si buscan remedio les dicen con frecuencia que no hay tratamiento, que son cosas de la edad, y todo lo que la inmensa mayoría conocemos de sobra. Ciertamente eso se compensa con la alegría de una descendencia que vuelve a llenar las casas de ruidos y risas infantiles, con nietos, cuando no también bisnietos, que les dan vida a los abuelos y abuelas. Pero en estos tiempos de virus asesinos, eso está cambiando irremediablemente, y la verdad es que los mayores no tienen muchos motivos para la alegría. Leí en las redes que una nieta había preguntado a su abuelo qué cosas le hacían feliz, y se había quedado “destrozada” ante la simpleza de las cosas que anhelaba y le alegraban la vida, que se resumían en pasar más tiempo con los suyos. Me quedo de ese listado con algo tan sencillo como: Cuando nos llaman por teléfono los hijos, que no son muchas veces… Y es que contamos con mil modos de comunicarnos, muchos de ellos absolutamente gratuitos, y perdemos mucho de nuestro tiempo en redes y demás cosas sin la menor importancia; y a veces se nos olvida que hay quien está esperando un detalle, y, si no una visita, al menos una llamada sin prisas. Una llamada que les lleve amor, calor, compañía. Que no pasen sus días sintiendo que esa terrible soledad y su tristeza son cosas de la edad.