Por Lola Fernández.
Que la belleza existe, no creo que nadie lo ponga en duda, y, aunque estamos ante un concepto que se mueve en coordenadas absolutamente subjetivas, pues lo que a mí me resulta bello a otros puede repeler, y viceversa, no hay discusión en que hay una belleza objetiva: esa que se da para todas las personas, con independencia de los ojos con que miren, y por muy mediatizadas que estén las miradas. Así, me parece muy improbable que haya alguien que no esté de acuerdo en que la ciudad de Granada es una auténtica belleza, y aunque lo del síndrome de Stendhal – que causa un elevado ritmo cardíaco, temblor, palpitaciones, vértigo, confusión cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son consideradas extremadamente bellas –, nació referido a la maravillosa ciudad italiana de Florencia, bien puede aplicarse a la capital granadina sin caer en una exageración. Granada es tan bonita, y tiene tanto arte, que pasear por sus calles y plazas, visitar sus monumentos, admirar sus paisajes urbanos y naturales, sentirla a flor de piel es algo inolvidable; y no por mucho que te encuentres en ella permanentemente se desvanece tanta belleza, o se disipa en la niebla, como la de la vega que la circunda, que, aunque menguada, sigue siendo impresionante. En Granada es todo tan hermoso, que sería muy difícil escoger rincones, porque los hay tantos de tan impresionante encanto, que es una ardua tarea elegir alguno en concreto. Sin embargo, seguro que cada quien tiene sus lugares preferidos, esos que le aceleran el corazón y les provocan tal vértigo que Stendhal y su síndrome se quedan en nada.
Hay que venir a Granada para saber qué quiero expresar, y para sentir cosas para las que no existe aún lenguaje con el que explicarlas. Bastaría entrar, por ejemplo, por el Arco de Elvira, viendo mientras te acercas, allí arriba, los maravillosos cármenes del Albayzín, y llegar hasta Plaza Nueva por esa calle Elvira. Desde allí, o recorrer la Carrera del Darro hasta el Paseo de los Tristes y mirar cómo te mira la Alhambra en todo su esplendor, eterna; o elegir subir por la Cuesta de Gomérez y entrar en los bosques de la Alhambra a través de la Puerta de las Granadas, y les aseguro que nada es más mágico que hacerlo de noche. O desde Puerta Real ir caminando hacia la Fuente de las Batallas, y bajar hasta el Salón por la Carrera de la Virgen, que te lleva hasta la confluencia de los ríos Genil y Darro, embovedado desde Plaza Nueva. O pasear por la Gran Vía, viendo al fondo la escultura de bronce de Isabel la Católica y Colón, realizada en Roma, y traída ahí desde el Paseo del Salón. Después de años de obras en esta calle principal de la ciudad, debidas a la puesta en marcha del metro, la verdad es que no solamente no la estropearon, nada raro viendo los desastres que se hacen a veces en las reformas urbanas, sino que la han mejorado, resaltando lo bello de sus edificios antiguos, aunque antes se hubieran cometido auténticos pecados a nivel urbanístico al demoler construcciones que no deberían haberse tocado. Imposible nombrar lugares sin dejarme muchos más de los citados, así que les propongo ese sencillo paseo: desde la altura de los Jardines del Triunfo, ir recorriendo la Gran Vía (de Colón) sin prisas, en dirección a la Plaza de Isabel la Católica; seguro que lo van a disfrutar. Imposible no enamorarse de Granada si tienen la suerte de hacerla suya, aunque ella no entienda de pertenencias personales, y sea una ciudad universal. Si no existiera, habría que inventarla, pero no como un algo cualquiera, sino como el verso más bello del más embriagador poema; como la melodía más preciosa nunca escuchada; cual la más delicada pincelada del mejor pintor de todos los siglos…