Por Lola Fernández.
Si te gusta reflexionar sobre las cosas y no dejar que las vivencias pasen sobre ti, y a través tuyo, como aire que mueve desde las ramas de los árboles hasta tu pelo, te encontrarás a veces con descubrimientos que pueden ser básicos en sí mismos, pero que de repente son como avistar tierra tras largas horas navegando en alta mar. Como la oportunidad de detenerte en ellos cual un puerto por el que pasear antes de seguir viaje; que ya se sabe que pensar es ir de aquí para allá, sin rumbo fijo, y desconociendo la mayoría de las veces en dónde te detendrás, adonde llegarás y dirás aquí me quedo; y te quedarás, aunque solo sea por un ratito, pero suficiente para ver cosas que nunca ante las miraste con esa nueva mirada, aunque ellas estuvieran ahí iguales siempre. De repente llegué a una conclusión: la vida está llena de muertos, y sentí la necesidad de detenerme, como si me sentara virtualmente a descansar en mitad de un largo paseo. La vida está llena de muertos, sí, no de muertes; y más conforme nos vamos haciendo viejos, que eso es vivir si nada se trunca: nacer, crecer, y llegar a viejos. Porque nuestros recuerdos son lo contrario que la vida, pues están llenos de vivos. Pero ay, recordar es un momento, y vivir es otra realidad muy distinta. Dicen, y parece cierto, que conforme vamos cumpliendo años, es más el tiempo que se recuerda que el que nos queda por vivir; así que poco a poco, igual que la vida se nos llena de muertos, los recuerdos nos regalan una especie de resurrección.
La vida está llena de muertos, y es una verdad absoluta que se nos reafirma, entre otros muchos casos, al pasar por los lugares en donde se estuvo con quien ya no te podrá acompañar nunca más. Pasé la otra mañana por el precioso parque de Huéscar, recién acabadas las obras de restauración, que han ido haciendo por partes, y que al final lo han dejado presto para disfrutarlo otro montón de años. Le tengo mucho amor a ese lugar, porque mi madre me contaba que recién casada con mi padre, estuvieron allí de paseo; y porque después he estado con ellos bastantes veces, deleitándonos con su belleza. Y la otra mañana llegué, paseando por sus remozados caminos, hasta una preciosa fuente de piedra, de las dos iguales que hay en un extremo del parque, en diferentes glorietas, alejadas entre sí, pero enfrente una de la otra, como hermanas separadas. Y allí estaba la fuente, sola, entre el quedo bullicio de la mañana, con bancos nuevos de mármol blanco. Completamente sola, como yo mirándola, y recordando una foto que acabo de poner frente a mí en su marco: en ella, mis padres y yo, sonriendo los tres; ellos sentados en la piedra, yo con un pie sobre el borde, juntos los tres con un fondo vegetal de sol y sombra. Una fotografía llena de vida y que captura un instante de mis recuerdos. No me pude resistir y, más allá de mi tristeza, hice una foto de la fuente, la misma que hoy acompaña estas palabras. En ella, la vida se llena de muertos, los que más me duelen, sin duda; y voy de inmediato a la de hace unos años, y en ella me quedo, con la alegría de mis recuerdos. Dicen que nuestros seres queridos siguen vivos mientras los recordamos y los queremos, y así es. Perdón si hoy les hablé de la muerte, porque es un tema que a muchos no les gusta nada de nada; pero sin ella no hay vida, como antónimos que se necesitaran. Sé que me podrán disculpar.