Por Lola Fernández.
La definición de terror nos remite a miedo muy intenso que se vive como una perturbación angustiosa ante un riesgo, real o imaginario. A su vez, el machismo se entiende como una ideología que incluye actitudes, conductas, creencias y prácticas sociales a favor de la superioridad del hombre sobre la mujer. Así que, si los términos terror y machista ya asustan, juntos son para temblar y conmocionarse. Hay temas que duelen tanto que cuesta hasta escribir sobre ellos, pero cómo no hacerlo sin sentir que es una vergonzosa dejación. Me siento en la necesidad de no mirar a otro lado, de no querer desconectar, de reflexionar sin perder la tranquilidad; porque esa es otra: hay cosas que indignan tanto, que no es fácil mantener la compostura. No voy a dar datos, porque la estadística es tan fría como la indiferencia, esa que es la norma, año tras año, ante los resultados del terror machista, totalmente real y nada imaginario. Para empezar, una indiferencia judicial, que cuando se trata de juzgar a mujeres se convierte en fijación. Ejemplo: Juana Rivas, que ya cumple prisión, y a la que le deseo un inmediato indulto. Que cumple prisión por huir con sus hijos ante el terror de que un padre maltratador hiciera con ellos lo mismo que José Bretón, o Tomás Gimeno, y tantos más que, ejecutando una violencia vicaria, asesinan fríamente a sus hijos, para que la madre sufra de por vida. Que una madre que tenga pánico y no quiera entregar los hijos a un maltratador acabe en la cárcel, es complicidad con el maltrato machista, ni más ni menos. No mató a sus hijos, sólo los protegió, y se la envía a la cárcel. Si eso es justicia y solidaridad feminista, qué será injusticia, por favor.
Estas sentencias, y tantas y tantas otras que culpabilizan a las víctimas de la violencia machista, siempre en descargo de los culpables, son sencillamente complicidad. Complicidad judicial y social, incluyendo por desgracia muchas veces a mujeres, que eso es absolutamente incongruente, y no voy a detenerme siquiera a explicar por qué. Las criminales no son las mujeres que se defienden y tratan de defender, desesperadas, a sus hijos; sino los machistas desgraciados que hacen desgraciadas a las mujeres que se cruzan en sus vidas, y cuentan con todo un sistema judicial y social a favor, dándoles alas. Cómo puede permitirse en un sistema democrático, en un Estado de Derecho, que existan grupos parlamentarios que nieguen la violencia de género, la violencia machista, que boicoteen incluso algo tan simbólico como es un minuto de silencio a favor de las víctimas; mientras tratan de amedrentar, institucionalmente, oigan, a quienes dedican su profesión a ayudar a las mujeres maltratadas, física y psíquicamente; porque a las muertas, muchas veces después de no hacerles ni caso cuando han pedido ayuda desesperadamente, a ellas ya no se les puede ayudar. Cómo es posible que a un tipo que ha sido acusado de abuso de poder para acosar sexualmente a muchas mujeres, que lo han denunciado públicamente, y él reconocido que ha sido así, cómo es posible que todo se quede en un pedir perdón, y que un público entregado y en pie le regale ocho minutos de aplausos en su regreso a los escenarios. Da igual si es Plácido Domingo o quien sea; hechos así no pueden quedar sin castigo, y que baste un lo siento. Cómplice ese público de todos sus años de abusos, y cada aplauso es una bofetada en la cara de las víctimas de ellos. No sé, no me quiero indignar más de lo que ya me siento, porque no es un estado pasajero. Estas cosas provocan un sentimiento de terror, un miedo y una impotencia ante un machismo que no solamente anida en la mente desquiciada de estos criminales que no están locos en absoluto, solo trastornados por un odio a la mujer, que esta sociedad no hace nada por desterrarlo para siempre jamás. Unos son los cómplices, y otros somos los aterrorizados; y me pregunto que hasta cuándo.