Por Lola Fernández.
Cuando empezó la pandemia y con el toque de alarma nos tocó quedarnos encerrados en casa, muchos analistas coincidieron en que, tras vivir tal experiencia, todos mejoraríamos en cuanto a conductas sociales se refiere. Aquellas palmas de cada tarde en ventanas y balcones, qué olvidadas quedaron enseguida. Ha pasado suficiente tiempo para tener perspectiva y ver mejor, y lo que se ve no me parece nada halagüeño, para qué decir otra cosa. De entrada, siempre me pregunté qué significaban aquellas palmas; y sí, sé que era para el personal sanitario que estaba ahí ayudando y trabajando sin descanso, y tragándose el miedo, en los momentos más difíciles, cuando las cifras de fallecidos eran un horror, y las instalaciones y los medios, materiales y personales, no eran suficientes. Se les aplaudía a ellos, los sanitarios, y a todos los que de un modo u otro se jugaban la vida por el resto. Y muchos se quedaron en el camino, pero las palmas dejaron de sonar, y no se tradujeron en realidades que las sustituyeran. No se dotó a la sanidad pública de más medios, materiales y personales de nuevo. No se incrementaron los sueldos, ni se dotó su empleo de estabilidad, a tanta gente que cobra nada y menos, y además trabaja sin garantía alguna de continuidad. A quienes se les contrató en lo malo, con bonitas promesas, en lo menos malo se les desechó. Y llegadas las vacunas, se olvidaron de mucha gente que está en primera línea, y siempre lo estuvo. Pienso, por ejemplo, en las cajeras de supermercado, y recuerdo que en algunos edificios las molestaban y pedían que se fueran a infectar a otro lado…; y entonces aún sonaban aquellas palmas, hoy ya tan en el olvido.
Reflexionaban y creían que seríamos mejores personas después de aquel encierro de meses, con miedo, y restricciones que entonces sí reconocíamos como necesarias para salvar vidas. Y por supuesto que las salvaron y las salvan, pero ahora, ay, hay miles y miles, millones incluso, que se revuelven contra tales restricciones y medidas de seguridad. Y se las saltan sin contemplaciones, ante el desespero de quienes seguimos pensando que es absolutamente preciso no bajar la guardia ante un virus que para nada se ha ido; y que ahí sigue, matando, y muchos jugándose la vida propia por seguir salvando otras muchas ajenas. Qué decir de los negacionistas, sino que son los más tontos del grupo, además de egoístas e insolidarios; pero ello no es óbice para que infecten y provoquen muertos. Cuando he visto las concentraciones de miles de personas por plazas y calles de las ciudades de toda España, coincidiendo con el fin del último toque de queda, por ahora, me han dado mucha vergüenza ajena, además de provocarme indignación y asco. Qué pena que se pueda actuar así, con esa falta de respeto por el personal sanitario, por los propios familiares, por los conciudadanos. Se puede ser muy cortito, pero es también muy difícil comprobar que hay tanto tonto suelto; y si sólo fueran víctimas de falta de entendimiento, pero no, la cosa debería ser de juzgado de guardia: esas conductas irresponsables de miles de personas, por llamarlas así, congregadas sin mascarillas y sin guardar la distancia de seguridad, provocan muertes. Aunque parece que éstas, mientras no les toque de lleno, les afectan muy poco, o nada. Ya digo, un panorama desalentador, mientras aún resuenan en la memoria aquellas palmas olvidadas.