Por Lola Fernández.
Me despierto, que no es poco en estos tiempos locos, después de finalizado el toque de queda, celebrado por aquí y por allí como si supusiera el fin del coronavirus, con congregaciones de miles de irresponsables que lo que menos hacen es respetar la distancia de seguridad o llevar mascarillas; o sea, lo contrario de las recomendaciones sanitarias. Conductas temerarias personales, que tendrán consecuencias de futuro colectivas, y que son tan imperdonables como evitables. Las autoridades centrales sugirieron de entrada un toque de queda que se alargara hasta el verano, y al no contar con el apoyo parlamentario mayoritario necesario, se fijó hasta mayo, hasta ahora. Insuficiente límite, pues la vacunación queda muy lejos de estar a la altura de la inmunidad de grupo, y porque hay demasiada gente que ante el buen tiempo olvida que las restricciones que empezaron en marzo del 2020 no son un capricho, ni un error de un partido político. Con el negacionismo y el populismo impregnados de política, en algo que debería regirse por el bien general más que nunca, se obtienen resultados contrarios a la lógica y el razonamiento, pero es lo que hay; y ciertamente es muy preocupante, porque a cualquier virus le viene de perlas que el ser humano muestre su lado menos inteligente. Y lo siento, pero la inteligencia brilla por su ausencia, tanto y de tal modo, que parece haber cegado a una gran mayoría; y este caso, la cantidad no va pareja a la calidad. Lo más terrible es que se juega con la vida, y no ya solo propia, sino ajena.
De cualquier manera, me despierto, y no me ha caído encima ninguna pieza de las 18 toneladas del cohete chino sin control, que puso en órbita el primer módulo de la Estación Espacial de China a finales de abril. Según nos indican, retransmisión televisiva en directo incluida, la mayor parte del segmento se desintegró al entrar en la atmósfera, y los restos han caído en el Océano Índico, cerca de las Maldivas. Las autoridades chinas minimizaron el peligro, porque, como el planeta está formado por un 70% de agua, era mucho más probable que el cohete se estrellara en el mar sin provocar daños a construcciones humanas o a las personas… Qué cosas, madre mía, si al final hay que dar las gracias, y olvidar que el mar también forma parte de nuestro planeta, no es un basurero, y además alberga mucha vida submarina, que se ve que tampoco importa nada de nada. No puedo dejar de pensar en la cantidad de basura espacial que está orbitando la tierra, compuesta por artefactos artificiales, como componentes de cohetes, satélites inhabilitados, pintura, piezas metálicas, etc. No son fantasías de ciencia ficción, pues en las últimas tres décadas se han registrado hasta tres colisiones por basura sideral, poniendo en peligro incluso a los tripulantes de la Estación Espacial Internacional. Otro ejemplo más de cómo no actuar con inteligencia puede malograr proyectos importantes para la humanidad en su conjunto, en los que se invierte mucho trabajo de mentes muy brillante.
A todo esto, estoy recién salida de un castigo de Facebook de tres días, en un alarde de incoherente censura, que se aplica en las redes sociales día tras día sin pies ni cabeza. Porque muy lógico y razonable no es que no se censure a quien desea la muerte ajena, y sí a quien contesta. Es como aquella América de otros tiempos, que retransmitía en directo por televisión las ejecuciones por la pena de muerte, a la vez que censuraba escenas de amor subidas de tono. Ahora, se censura el insulto, pero no las amenazas que lo provocan. Es tan absurdo como la anterior vez en que fui castigada: resulta que en la publicación en que se informaba de que Facebook cerraba la cuenta de Trump por fascista, yo tuve la osadía de comentar que era un fascista. Si esto no es incongruencia, no sé ya por dónde cogerlo todo; así que, ante tanta sinrazón general, me voy al campo, que allí es la naturaleza la que habla, y siempre lo hace con mucha más inteligencia que la que veo por doquier.