Por Lola Fernández.
La relatividad es que algo cambie al hacerlo un referente, y por la ciencia sabemos que no hay un sistema de referencia absoluto. Luego, está más que claro que podemos decir que todo es relativo; o sea, que cualquier cosa depende del cristal con que se mire. Y me parece que ese cristal cambia más aún que lo que nos sirve de referencia para conceptuar algo, o incluso, para percibir a alguien de un modo u otro. Aunque la teoría de la relatividad fue formulada por Einstein, no es preciso ser sabio para comprender lo relativo que puede ser todo, y estoy segura de que quien más, quien menos, todos somos conscientes de ello. Así, cuando conocemos a alguien que nos atrae, qué fácil es ver los puntos en común, los espacios mentales compartidos, las coincidencias…, digamos que todos son puentes; pero ay, después no es infrecuente empezar a descubrir las diferencias, las incompatibilidades, lo que separa más que une…, aquello que rompe cualquier puente, por sólido que pareciera. Y no sé por qué, pero en tiempos como estos, en los que hacemos más lo que podemos, que lo que queremos, las relatividades se convierten en protagonistas, aunque no lo deseemos. Si antes me quejaba, por ejemplo, de viajar mucho a la mínima oportunidad, porque al final me sentía cansada y no veía el momento de pasarme mis días de descanso metida en casa, ahora eso me parece cuasi una aberración: ¡Quiero cansarme de viajar y de no perdonar un fin de semana o un puente para irme fuera y lejos! Algo en que también siento que todo cambió, es en lo de salir a caminar. Lo que siempre me pareció un placer y la oportunidad de oxigenarme y disfrutar con todos los sentidos, ha pasado a ser casi una obligación, y apenas lo único que me queda por hacer cuando digo qué hago, al alcanzar la cima del aburrimiento existencial, nada extraño aquí y ahora, y lo que te rondará. Y entonces es prácticamente imposible disfrutar el camino, y una se descubre andando por andar: sin mirar, sin escuchar, sin oler, sin sentir. Un paso, dos, diez minutos, veinte, una hora y a casa; la monotonía del ejercicio cuando se siente impuesto más que deseado.
Cuando llegó la pandemia nuestra de cada día, estaba viviendo un momento en que no me apetecía salir de bares, después de un hartazgo de ellos, todo sea dicho. Y ahora sueño con barear, y no solo con coger una mesa libre en una terraza, que a veces es ya toda una odisea; sino también con sentarme en la barra con los amigos y dejar pasar las horas… Y me río recordando un meme con una joven desesperada diciendo que no quiere salir a andar, que ella quiere bares… Ay, qué tiempos, qué cosas, y qué relatividades de andar por casa. Tengo que ilusionarme y no perder la esperanza de que todo esto tan feísimo pasará, que llegará un día en que no tenga que llevar mascarilla y distancia adosadas. Dicen los que saben que empezamos a estar agotados de esto, que empieza a pasarnos factura, que llega un momento en que de controlar la situación pasamos a ser controlados por ella. No sé, no sé nada, a no ser que me descubro muchas veces, más de las que me gustaría, reprimiendo las ganas de decir que qué harta estoy, que a ver cuándo se acaba todo esto, y me canso otra vez de viajar, y de disfrutar de todas las cosas que hoy no puedo hacer por culpa de un virus que nos ha cambiado la vida de una manera radical. Espero con máximo anhelo que desaparezca de la faz de la tierra, y que deje las mínimas secuelas.