Por Lola Fernández.
Me gusta la palabra domingo en inglés: Sunday, día de sol, porque de un modo tan sencillo la impregna de la luz que una se imagina para un día de fiesta y descanso. Porque me niego a caer en la trampa de sentir que todos los días son iguales, algo que nos trajo el estado de confinamiento, y de lo que hay que huir si queremos restablecer la mínima normalidad, por anormal que siga siendo. Ayudándonos del instinto de supervivencia, debiéramos extraer cosas positivas allí donde todo se nos volvió negro y negativo. No es optimismo, ni convertirse en ilusos; es más bien saber que nunca nada está perdido, y sacar soluciones y recetas vitales para aplicar en los momentos más difíciles. Puede que haya entre ustedes quien piense que no hay nada bueno en lo que hemos vivido, que aún estamos viviendo, y que, por desgracia, todavía nos queda bastante por vivir. Pero creo que sí podemos rescatar cosas que son como restos del naufragio, que más qué desechos, son herramientas para hacer más fácil la vida dentro de unas coordenadas alejadas de la situación ideal, esa que parece que todos creemos que era la general antes de la pandemia. Ciertamente eso ya me parece de entrada bastante discutible, pues para nada nos movíamos en un estado de perfección que se desbaratara de repente por la llegada de un virus asesino al que aún desconocemos cómo vencer; si acaso, y ya es mucho, podemos acatar las normas que los científicos nos dan para evitar ser sus víctimas. Bueno, víctimas suyas lo somos sí o sí, para qué nos vamos a engañar, porque, aunque nunca pudimos sospecharlo, este año está siendo el peor de nuestras vidas; al menos para mí, que eso es algo muy subjetivo.
A ver, pensemos un poquito con qué quedarnos tras el terrible confinamiento… Seguramente hemos aprendido a valorar una serie de cosas que antes nos pasaban desapercibidas, cada quién sabrá cuáles son, pero estoy convencida de que haberlas, las hay. Igual salimos a la calle y si no hay nadie y podemos quitarnos la mascarilla, aunque sea por unos minutos, ¿cómo no vamos a vivir sensaciones nuevas y que nos parecen deliciosas, ante algo tan simple como el aire acariciando nuestra cara? Poder coger el coche y salir aunque sea a los alrededores, a disfrutar de la naturaleza, que nos inunde por todos los sentidos, y deseando tener muchos más que cinco, para que nos embriague por completo… Abrazar un segundo a nuestros mayores, si no nos separa un cristal, o ya se fueron dejándonos huérfanos para la eternidad… Cómo no emocionarse con los pequeños gestos de tanta gente buena como hay, dispuesta a dejarse los días ayudando a los demás. Y como no indignarse ante la imbecilidad de quienes no supieron sacar lecciones de vida entre cifras de muertos, que seguramente hubieran podido ser mucho menores de haberse hecho de otra manera las cosas en este país nuestro, que se pasó una década recortando en algo tan sagrado y tan de todos y todas, como es la sanidad pública. Allá cada cual con su conciencia, si es que sabe qué es eso. Nunca hay que permitir que la adversidad nos derrote; muy al contrario, es en la dificultad donde emerge la grandeza humana, para aprender que aunque el cielo se nuble, el sol está ahí, sin necesidad siquiera de que sea domingo como hoy. El tiempo es un continuo para vivirlo sin interrupciones, con la mejor de nuestras actitudes, y sin desfallecer. Así que adelante, la vida no espera.