Por Lola Fernández Burgos
Como un reflejo de los cambios habidos en este año que sin duda jamás olvidaremos, y no precisamente por lo bonito, está que ahora cuando salimos de casa no nos acordamos del donut, las llaves o la cartera, sino que lo que casi siempre olvidamos es la mascarilla, esa compañera que nunca hubiéramos imaginado ni en sueños. Porque antes, y ya estamos empezando a acostumbrarnos a un antes y un después, seguramente con el referente del confinamiento que empezó en marzo y que no sabemos si volverá; antes decía, la mascarilla era algo muy infrecuente de ver, casi siempre relacionada con problemas de alergias respiratorias, o propias del ámbito hospitalario. Pero ahora, ay ahora, es el complemento indispensable, amén de obligatorio, de nuestra vida fuera de casa. Desde luego, jamás me prestaré a lo de mascarillas a la moda, para combinar con la ropa, para poner en ella los símbolos de nuestra ideología o mismamente los colores de nuestros equipos deportivos favoritos. Me niego a querer embellecer de ninguna manera un elemento que sólo me provoca dolor, y que esconde no ya solo el miedo, sino las mismas expresiones de la cara. Nos movemos entre coordenadas de precaución, y en ello nos va algo tan importante como la vida, la nuestra o la de quienes nos rodean, y de rostros con ojos nada más. Si a ello añadimos unas gafas de sol, propias de los meses con mucha luz, ya me dirán ustedes el panorama humano con el que nos desenvolvemos día a día… De repente descubrimos un bigote que ni imaginábamos, una boca de labios carnosos o todo lo contrario, rostros que se transforman con una simple sonrisa, etc., claro que antes habrá que quitarse la mascarilla, para compartir aunque sea un café.
Nunca me sentí más preocupada en un medio más limpio y desinfectado, qué cosas tiene la vida. Empezamos ya a desarrollar nuevas conductas sin ser ni conscientes. Entras en algunos lugares, y te retiras el pelo de la frente para que te tomen la temperatura, con unos termómetros que parecen pistolas con que te fueran a volar los sesos. Y acto seguido buscas sin apenas darte cuenta algún bote de hidrogel para desinfectarte por enésima vez las manos. Por no hablar de cómo te quedas a veces paralizada porque giras la esquina y aparece un ser humano a tu vera… Distancia social, gel y mascarilla, los tres mandamientos de la pandemia, más toda la metamorfosis conductual que nos ha atrapado sin apercibirnos de ella. Y de repente, otoño ya, casi como un alivio de luto, porque no puede ser más penoso llevar mascarilla durante horas con el calor sofocante del verano. Y como nadie nos quitará la esperanza, empezamos a soñar que con los fríos del invierno será como llevar bufanda, y no sé nos hará tan pesada la tarea de esta prenda que amenaza con convertirse en una segunda piel. Que ustedes lo lleven, y la lleven, bien, y no se olviden antes de salir a la calle de cogerla, más que nada por aquello de no tener que volver a casa diciendo lo de anda, la mascarilla!