Por Lola Fernández Burgos.
Llevamos un mes largo confinados, y la cosa durará, aunque por fortuna la situación es mucho mejor que al principio, y va menguando el número de víctimas y contagiados, al tiempo que aumenta el de recuperados. Es evidente que mientras no haya una vacuna contra el coronavirus, nada volverá a ser como antes de la pandemia, aunque poco a poco podamos salir de este encierro y recuperando alguna de esas cosas que antes hacíamos sin saber que a día de hoy las valoraríamos muy mucho. Siempre se ha dicho que uno no se da cuenta de la auténtica importancia de las cosas, hechos y personas hasta que las pierde; y sabemos que los dichos suelen acertar. El caso es que aquí seguimos, en casa, experimentando la vivencia más extraña que nunca pudimos imaginar siquiera, porque simplemente jamás nos había tocado enfrentarnos a nada igual, y tener que hacerlo nos hace mostrar el valor que se saca ante la dificultad, o su ausencia, que de todo hay entre nosotros, pobres humanos asustados por un virus que ha hecho tambalear la normalidad de nuestras vidas. Aquí estamos, en casa. Con el privilegio de jardines, terrazas o balcones; o sin nada de ello, encerrados en unos pocos metros cuadrados con sólo algunas ventanas, y agradecidos si son exteriores, porque muchas dan a patios interiores donde no entra o apenas entra el sol. La cosa es que desde el principio alguien tuvo la idea de salir a los balcones a aplaudir a quienes estaban ayudando a salvarnos de este horror, y los convirtió en inesperados protagonistas de esta epidemia. Todos los días, a las 8 de la tarde, como un ritual, quienes pueden y quieren aplauden por todas las ciudades de nuestro país, como un ejercicio inconsciente para exorcizar el miedo, el temor de quien nadie escapa. Y en esos balcones se expresa la grandeza del ser humano, que se sabe insignificante y da las gracias a quien le ayuda a tener esperanza; y se expresa también, por fortuna con menos frecuencia, casi como la excepción a la generalidad, la maldad que tiene alguna gente.
La bautizada como policía de balcón responde a personalidades autoritarias que se creen con el poder de ordenar la vida de los demás, y ejercen un despotismo que dirigen contra las personas que no actúan como a ellas les gustaría que lo hicieran. Es ese abuso de un poder que ni tienen ni les corresponde, pero que hace daño. Tener, por ejemplo, que idear un brazalete azul para que personas que pueden salir a la calle por diversos motivos, lo hagan sin ser atacados desde los balcones, dice mucho en contra de quienes se ocultan en su anonimato para agredir a quienes según sus criterios no cumplen con el confinamiento. Creo yo que ya existe una auténtica policía para hacer cumplir las prescripciones, como para que aparezcan matones de balcón. Y a ellos hay que sumar esos vecinos incivilizados que amenazan con notas en los portales a quienes tienen que trabajar, para que se vayan de allí porque pueden contagiarles; o los que agreden con pintadas en los coches del parking vecinal por el mismo motivo, etc. Siempre habrá gente buena, y gentuza. Ciudadanos responsables que cumplen las normas, y sinvergüenzas que se las saltan a la torera, pensando que con ellos no va el sacrificio común que ahora es tan necesario. Y personas que respetan que las opciones, como la de aplaudir, son voluntarias, y no una exigencia general. En esos balcones hay quien aplaude, para después amenazar con notas anónimas a cajeras de supermercado, a personal sanitario, y a gente que se la está jugando y para nada son héroes, sino fieles cumplidores de su deber, a quien les gustaría menos palmas y más respeto; y también, a veces, un poquito de silencio para dormir después de guardias nocturnas, sin tener que encontrarse múltiples verbenas de balcón a lo largo del día. En fin, con lo que ocurre y deja de ocurrir en los balcones de esta España nuestra, en estos tiempos de pandemia en que las calles han sido sustituidas por ellos, cuando se tienen, se podría escribir un tratado sobre la naturaleza humana, que, una vez más, puede ser grande, o ínfima; bondadosa, o maligna; modélica o para olvidar, por poco edificante y nada ejemplar. Y qué les voy a contar, que ustedes no sepan ya… Ojalá este tiempo pase deprisa y pronto recuperemos una normalidad nunca tan añorada; y que los balcones dejen de ser sustitutos de las calles, y podamos recorrer estas sin miedo alguno. No cabe duda de que pronto todo esto será sólo una pesadilla a olvidar.