Por Lola Fernández Burgos.
La vida es un montón de insignificantes e irónicas ruinas.
Pier Paolo Pasolini
En este mundo nuestro, las personas sentimentales tienen todas las de perder. Regirse por el corazón más que por el cerebro es como ir a pecho descubierto a batallar, porque no otra cosa sino una guerra parece a veces la vida. Y hay quienes se asemejan a esos edificios en ruinas, que mantienen la belleza externa, pero que es mejor no adentrarse en su interior, por peligro de derrumbe. Es peligroso estar cerca de lo que, aunque no lo parezca, está muerto; sea un árbol, una casa, un ser humano vencido o sencillamente vendido… porque pueden desplomarse y dejarte en el sitio. No recuerdo ahora qué sabio decía que admiraba a quienes se guiaban tanto por la cabeza como por el corazón; o sea, por la razón y por el sentimiento. Pero la verdad es que no sé si en el sentir caben los filtros del razonamiento, o si la razón puede permanecer impasible ante la efervescencia sentimental. Más allá de teorías y de palabrería, hay seres que controlan lo que sienten, y otros que son controlados absolutamente por ello. No sabría decir qué me parece más atractivo y qué más desagradable; y lo cierto es que no siempre el control es lo deseable. Porque se puede tener un perfecto dominio de las situaciones, y que ello implique perderse vivir la vida.
La cosa es que vivimos un tiempo bastante poco propicio para las expresiones sentimentales. En nuestra sociedad no parece tener cabida el tempo preciso para lo intangible; todo parece ser fungible, de usar y tirar, desechable, para consumir en el momento y después ni recordar. Sentir abre puertas al dolor; pero tampoco me parece muy placentero el no sentir, el ser una especie de robot, un autómata insensible. Puede que las pasiones mareen, perturben, sean vaivenes en los que perder el sentido no sea extraño; sin embargo, qué tristeza más grande la apatía, la indiferencia, la frialdad. Por supuesto que si no sales de un encierro, estás a salvo de los peligros de este mundo nuestro; pero, ay, es que no vivir por no morir, es estar ya muerto. Nos movemos en coordenadas antagónicas que van desde el miedo hasta la osadía, pasando por una neutralidad incluso sensorial. Y cada uno de nosotros y nosotras sabemos perfectamente en qué niveles nos movemos, y qué punto de equilibrio o desequilibrio nos sostiene. Como no tenemos ninguna duda sobre si somos personas con los pies enterrados en un fondo de cemento armado, por miedo a salir volando; o equilibristas en alturas sin red sobre ruinas.