Por Lola Fernández Burgos.
Vivo en una calle peatonal, al menos en teoría, porque no es difícil verla llena de coches aparcados de día, cuando no también de noche. Es una calle que desemboca en el Parque de la Constitución, el mismo en el que se invirtieron, hace menos de una década, cuatro millones de euros para reformarlo integralmente, y hacer algo que a mí siempre me parece mucho más una plaza que un parque; pero bueno, los nombres no dejan de ser nombres, y da igual cómo se llame. Es un parque en el que quitó mucha arboleda, al igual que en los alrededores; sin embargo, volvieron a plantar árboles que crecen sanos y rápido, aunque no hay tantos como una imagina en un parque, pero es lo que hay. En aquella reforma, bastante cara para los resultados, en mi opinión, se vendió que el mobiliario urbano sería el mismo para el lugar en sí, y para las calles adyacentes, que es justo el caso de la mía. Era toda una suerte, pensé, al igual que todos mis vecinos, porque una calle peatonal evita muchos ruidos e inconvenientes, y compartir mobiliario con el parque, seguro que estaría muy bien. Eso pensé, aunque la verdad es que dejé de pensarlo pronto. Siempre me he imaginado una calle peatonal sin coches, y desde siempre han estado presentes: unos por unas horas, y otros más permanentes. Y en cuanto al mobiliario, esta vez estábamos de suerte, dos bancos y dos maceteros, con sus farolas; lo cual implicaba una continuación respecto al parque, a nivel estético, aunque sólo fuera por lo homogéneo…
Bueno, lo cierto es que el mobiliario no es barato, y seguramente podríamos decir que es bonito, si estuviera cuidado y en los maceteros hubiera vida vegetal, esa que tanto alegra el espíritu. Pero la realidad es que miras y no es que no apetezca pasar un rato ahí, es que directamente te entran ganas de llorar. Los bancos claman por una mano de pintura, y los maceteros es una pena el grado de abandono que sufren. Más parecen objetos para los orines de los perros del barrio, o enormes ceniceros en los que la tierra es lodo seco de un verde desagradable adornado de colillas, en los que hay unas varas que se suponen plantas, y que están igual de secas y desnudas sea invierno o verano. Es como un triste testimonio de un abandono que da rabia, qué quieren que les diga, mucha rabia. Porque una paga religiosamente sus impuestos municipales, y la limpieza va incluida, si no estoy equivocada. Es que además no cuesta demasiado llenar de vida los maceteros, y limpiarlos aunque sólo sea de vez en cuando. Seguramente así apetecería sentarse un poco y descansar, o leer, o ver la vida pasar, qué sé yo. Pero así sólo miras y te pones de mal humor, y encima ves que los grandes y sucios maceteros lucen el logo y el escudo del Ayuntamiento, y te preguntas si no les dará vergüenza a los responsables de la limpieza y la jardinería. Para poner la marca de la casa, mejor que sea en algo bello y agradable, que te haga sentirte orgullosa y agradecida, y no en un elemento descuidado y feo que pide a gritos un poco de atención. Y al lado del banco y del macetero, una farola que de noche alumbra el desaguisado, y de día parece preguntarse qué hará allí, como el único invitado de semejante rincón urbano. Lo peor es que cuando te mueves por aquí y por allá, esa es la tónica general, por desgracia: elementos urbanos que hablan de descuido y, lo que es mucho peor, de abandono. Puede parecer una tontería, pero para nada lo es: es en esas pequeñas cosas donde se ve el amor o la indiferencia que se siente por Baza, por parte de quienes tienen la obligación de mantenerla bonita y amable. Y lo que se ve es a veces tan desagradable, que sólo puedes desear que haya alguna vez responsables que sientan más cariño por nuestra ciudad.