Por Lola Fernández Burgos.
Pasó la borrasca Gloria dejando una estela de destrucción y muerte, y evidenciando que eso del cambio climático no es ninguna broma, y es de una certeza tal, que no se puede entender el negacionismo, si no es desde la más profunda tontería mental. Hay cosas que por mucho que se quieran negar, están ahí y se abren camino sí o sí. Los científicos avisan y claman por la prevención pro futuro, y es desesperante ver cómo se les ignora clamorosamente. Porque si un desastre ocurre sin poder hacer nada por paliar sus nefastos resultados, pues qué decir, sino que era inevitable. Pero hay tantas cosas mal hechas que acrecientan los males, que más nos valdría empezar a preocuparnos por enmendar lo enmendable.
Veía estos días las imágenes de las consecuencias de la devastadora Gloria, tomadas desde arriba y repetidas una y otra vez en la televisión, y recordaba cuando algo muy parecido ocurría hace años en la India, o en lugares muy lejanos y muy esporádicamente. Pero estremece sentir que ahora esto pasa aquí, y no es algo infrecuente; al contrario, que se lo digan a quienes lo han sufrido tres veces en cuatro meses: es para llorar, o para cambiarse de pueblo. Porque es que se siente miedo, impotencia; es una ruina total, y encima no queda otra que trabajar muchísimo para tratar de que todo vuelva a la normalidad, cosa imposible.
Una ve cómo se afanan por sellar puertas, por poner sacos de arena en las orillas, por resguardar los puertos con aparentemente sólidos rompeolas… y piensa que es completamente inútil tratar de luchar contra la Naturaleza, cuando dice de recordarnos que no somos nada, que basta una simple ola para saltar por encima de ilusas defensas humanas y destrozarlo todo en segundos. Se ve el aislamiento en que quedan los pueblos cuando caen nevadas que podrían enterrarlos para siempre, y aterra pensar en cómo crecerán los ríos, ya al borde del desbordamiento por los aguaceros, cuando llegue el deshielo y la nieve sea agua que busque los cursos más cercanos.
Da mucho miedo sentir que somos seres insignificantes, aunque seamos tan osados como para estar deteriorando nuestro planeta como si tuviéramos muchos donde seguir subsistiendo como especie, nosotros y nuestras generaciones futuras. Vivimos tan mal el presente, que estamos achicando los espacios del futuro de manera peligrosa y absolutamente irresponsable.
Los cielos son para deleitarnos con su belleza, no para otearlos con temor, con miedo, con terror, ante la posibilidad de que se abran sobre nosotros y descarguen una furia tal, que nuestros esfuerzos por paliar sus efectos son tan ridículos como nosotros mismos frente a la devastadora fuerza de una borrasca. Por cierto, no sé quién bautiza estos fenómenos naturales, pero podrían elegir nombres más adecuados, porque desde luego en esta ocasión pasó entre nosotros con mucha más pena que gloria. Ojalá tarde en volver a repetirse otra borrasca tan maldita como esta, que nos dé tiempo a reconstruir todo lo destruido, que será muy difícil. Pero sobre todo, ojalá seamos conscientes de que hay que poner todos los esfuerzos en recuperar un medio ambiente al que atacamos sin importarnos lo más mínimo el insostenible deterioro del único lugar que tenemos para vivir por los siglos de los siglos.