Por Lola Fernández Burgos
Si algo se va aprendiendo conforme crecemos y vamos haciéndonos adultos, eso es a relativizar, a no quedarnos con lo absoluto o lo definitivo, que es tanto como decir a mantener posturas de flexibilidad, ejerciendo como seres inteligentes que nos llamamos. Puede parecer sencillo, pero hay a quien se le va la vida y al final no consigue logro tan importante; esencial a nivel personal e intrapersonal. Cuanto antes nos abracemos a las relatividades, más pronto dejaremos caer el lastre del peso de los totalitarismos. Porque nos evitaremos muchos sufrimientos y encontronazos, si somos capaces de entender que eso de que hay más que el negro y el blanco, es mucho más que una frase hecha. Y si del gris pasamos a toda la gama, visible e invisible, de colores, nada nos dará mayor capacidad de reflexionar y encarar la vida desde la tolerancia y la apertura de mente. Pues no es tan fácil avanzar y hacerlo con las herramientas cognitivas adecuadas. Cierto que cada quien tiene una capacidad mental otorgada genéticamente en el mismo momento de ser concebido, mucho antes de nacer. Pero igualmente es verdad que para algo nos sirve la educación y el medio en el que nos desenvolvemos; no obviando en modo alguno que, aparte del bagaje educacional y cultural que nos proporcionan, es también esencial la propia educación que nos damos a nosotros mismos. Ya no es sólo que nos enseñen, es estar abiertos a aprender, y no esperar a que las enseñanzas nos lleguen de fuera solamente, porque estamos más que capacitados para buscarlas personalmente.
Relatividades, no quedarse en lo que a simple vista parezca, huir de las sentencias definitivas, encarar algo sabiendo que cabe nuestro punto de vista sólo como uno más entre muchos otros. Porque además el mantener una actitud flexible permite un enriquecimiento evidente: se abre la puerta a otras posturas, que no implica que hayamos de adoptarlas finalmente, pero que aportan variedad y riqueza a la hora de sopesar cualquier cosa antes de tomar decisiones. Porque la vida es un continuo elegir, un optar por una u otra posibilidad; y si nadamos en un mar de posibilidades, es más difícil ahogarnos que si nos aferramos a una única certeza. Es que, para más complejidad, nos movemos entre variables que son puros convencionalismos. Por ejemplo, imposible descartar algo como el tiempo y el espacio, pues es un continuo en el que vivimos, más allá de que no lleguemos a comprender qué son, excepto si contamos con cerebros privilegiados. Pero, por ejemplo, si nos quedamos con el concepto de tiempo: no cabe de ninguna manera en nuestros inventos para medirlo y, de algún modo, abarcarlo y entenderlo… ¿Qué sabe el tiempo de relojes, de siglos, décadas, lustros, años, días, horas, minutos, segundos, instantes, navidades, vacaciones, estaciones anuales, fin de año, etc.? Pero sin estos inventos no podríamos hablar siquiera de nada temporal. Es justamente lo que ocurre con tantas y tantas cosas, que existen y somos tan insignificantes que nos es casi imposible abarcarlas, aprehenderlas, saber exactamente qué son y cómo se desenvuelven. Y hablo no ya sólo de magnitudes físicas externas, o de químicas que facilitan la existencia misma. Es también todo lo concerniente, por ejemplo, al mundo de los sentimientos: ¿qué saben estos de nuestros conceptos de amor, amistad, odio, atracción, rechazo, y así hasta donde podamos imaginar? Relativicemos, pues, porque nos irá mucho mejor si comprendemos, mejor antes que después, que nada es forzosamente de una u otra manera absoluta. Que si nos movemos entre relatividades, seremos muchos más felices…, sin olvidar, por supuesto, que la felicidad absoluta no existe. Pero, ¿acaso no son maravillosas las pequeñas felicidades relativas?