Por Lola Fernández Burgos
No dejará de provocarme ternura nunca cómo somos los humanos. Sí, capaces de lo peor, y de lo mejor también, pero, sobre todo, tan inocentes y desamparados la mayoría de las veces, que me enternece sólo pensarnos como especie: vanagloriándonos de ser los más inteligentes, y muertos de miedo, al ser los únicos que conocemos el hecho de que hemos de morir. Nos inventamos dioses, resurrecciones, mundos maravillosos para después de la muerte…; pero ay, no sé si nos lo creemos nosotros mismos. La única certeza es que nacemos y después morimos; y también nos consolamos con lo de que eso es para todos, porque madre mía si fuera posible que algunos se quedaran en este mundo de penas y glorias. Con la corrupción, ese invento tan humano, pues no sé yo que se dé entre otro tipo de animales, ya me veo a los mismos de siempre, los que ostentan el poder y manejan la riqueza, eligiendo quedarse aquí sin pasar por el trance de la expiración. Madre del amor hermoso, esto estaría ya muy saturado, porque corrupto ha sido el hombre desde el principio de su existencia. Siempre ha existido el listo, malo, y el bueno, perdedor. Parece connatural al ser humano el que unos pocos vivan bien y a costa de muchos viviendo mal. Así que no tiene nada de extraño que al final sea una alegría saber que todos, sin excepción, nos vamos a morir. Claro que a casi nadie le gusta hablar del tema, habiéndonos inventado eufemismos mil, para evitarnos el general yuyu. No es infrecuente que lo desconocido nos provoque miedo, temor. Somos así, como perros ladradores, aunque poco mordedores. Nos ponemos muy chulitos, pero la vida nos aterra la mayoría de las veces. Y es que vaya cosa, quién fuera cualquier otro ser vivo ignorante de nuestro futuro final, porque hay que ser muy fuerte para que la muerte no nos asuste.
Y en estas coordenadas andamos, imaginando seres superiores buenos que cuidarán de nosotros en paraísos ideales, siempre que nos portemos bien; mientras inventamos también infiernos para los malos en esta vida. Ay, no sé si es para reír o para llorar, pero a mí, como dije, me produce ternura sentirnos tan indefensos y tan enfrascados en idear modos y maneras de huir de los temores. Mas no se acaba aquí nuestro desvalimiento, porque además nos gusta jugar a ser los dueños del Universo, a poder hacer de nuestra capa un sayo, olvidando la mayoría de las veces que somos seres débiles en un entorno que nos puede, sí o sí. Y no hablo ya de ese invento que es la sociedad, que, aunque tenga muchas desventajas, también nos ofrece más oportunidades de supervivencia que solos fuera de ella. No, no hablo del ámbito social, de la comunidad en la que nacemos y nos movemos hasta que nos llega la hora de desaparecer. Me refiero más bien a todo lo que escapa a nuestra voluntad; a lo que no es obra de nuestra creación, a lo no artificial, a lo natural. Hablo de la Naturaleza, que esa sí que tiene todas las atribuciones divinas que ideamos para los seres en quienes depositamos una fe que no ha de ver para creer, y que por eso mismo nos quita miedos y nos da esperanza. El cosmos, la creación misma, el mundo…, eso es la Naturaleza. La misma que impone sus leyes y hace que llueva cuando queremos sol; o nos trae calores cuando contábamos con el frío. La que no entiende de fiestas y tradiciones, la que ignora nuestras plegarias. No hay nada que hacer cuando las fuerzas naturales se imponen. Si acaso nos queda decir y si llueve, cogemos el paraguas. Es la resignación y el acatamiento de la adversidad, algo que se aprende con la experiencia, y que nada tiene que ver con el mundo ideal de los deseos humanos.No desesperemos nunca, ni nos quejemos de que la vida es como toca que sea. Si llueve y no puede salir la procesión prevista, por ejemplo, siempre nos quedará dar un paseo por la orilla del mar, con suerte hasta sale el sol.