Por Lola Fernández Burgos
En este país somos raros. Los españoles somos raritos, de eso estoy cada día más convencida. No hace demasiado, aunque ya han pasado años, que estábamos celebrando el fin del bipartidismo a la hora de hacer política. A consecuencia del movimiento del 15M, el de la indignación por los efectos de la crisis económica, que aún nos salpican, aparecieron nuevos grupos políticos. Nos lo prometíamos muy felices pensando que se había acabado el tiempo de la alternancia en el poder y se abría una etapa nueva en que habría que hablar y llegar a consensos, más que imponer ahora yo y después tú, tal y como había ocurrido hasta entonces. Pero ay, qué quieren que les diga, si es que parece peor ahora que antes. Si es que para nada se han puesto a dialogar y consensuar. Si es que parece que estamos en permanente campaña electoral: ya saben, ese momento en que no se hace política, sino que hay confrontación, promesas, mentiras, y poco más; cualquier cosa menos vida parlamentaria que haga que España avance, o al menos se mueva. Es como si fuera una etapa histórica de mero estancamiento. Y la verdad es que se trata de un problema muy grave y serio, porque encima estamos inmersos en una Europa que parece estar igual de perdida y a la deriva. Avanzan los movimientos de ultraderecha, un neoliberalismo salvaje hace tiempo que se adueñó del cotarro y los derechos sociales se van atrofiando poco a poco, de no ejercerlos. En el Reino Unido están con su Brexit, que es como un castigo, para ellos y para todos: venció una xenofobia absurda, y ahora la ciudadanía quiere dar marcha atrás, pero se lo ponen igual de difícil que si quieren seguir para adelante. Otro estancamiento más. Pareciera que nos movemos en aguas muertas, en arenas movedizas.
Sea como sea, el panorama es de lo más depresivo. Guerras; hambre; refugiados; pateras llenas, que llegan o zozobran; desencuentros por buscar espacios de confrontación, en lugar de moverse en lo que une y es concordia en vez de enfrentamiento y lucha. Es algo lúgubre y triste, y creo que necesitamos motivos para la alegría, porque la depresión también atrapa a los colectivos, a las poblaciones, a los Estados. O esto cambia y da un viraje para mejorar, o puede que llegue el momento en que sea demasiado tarde. Es casi imposible llegar a ver hasta el final los noticiarios, porque son una sucesión de muermos y noticias feas que es mejor buscar otra cosa, aunque sea unos anuncios que nos idioticen algo más. Creo que todos sabrán de qué hablo, porque nos movemos en las mismas coordenadas. Un medio ambiente deteriorado al que se agrede sin pausa, unas organizaciones que tratan de ayudar y son boicoteadas, entes y entidades que deberían ser la salvación y son pura pesadilla, etc. Y ya se sabe lo que ocurre cuando la pesadumbre se instala entre nosotros, que no nos deja levantar cabeza, que nos pesa y se nos hace insoportable, que se contagia un poco más cada día entre todos y todas. El desconsuelo y la pena de estos tiempos a veces no nos deja levantar cabeza, y ese es un gravísimo error, porque basta elevar la mirada para poder evadirnos de tanta fealdad como nos rodea. No nos olvidemos ni por un instante de que siempre nos quedará el cielo: con sus juegos de luces y colores, sus nubes cambiantes que nos permiten imaginar, con su sola presencia nunca igual. Es cuestión de no dejarnos vencer por las adversidades, aunque a veces se nos haga muy complicado y difícil.