Por Lola Fernández Burgos
No me entra en la cabeza que dialogar sea una empresa imposible, o casi suicida para la clase política en estos tiempos tan feísimos, de enfrentamientos territoriales, y especialmente de cerrazones mentales y poca categoría humana entre nuestros representantes. Bueno, representantes de algunos más que de otros, porque a mí no me representa un gañán cualquiera. Y lo peor es que esos cazurros son los que marcan el ritmo y las maneras de nuestro presente más inmediato. Es que es verdad que no alcanzo a entender que un tema como el de Cataluña no se haya resuelto ya de una vez hace años, y se haya permitido que envenene la actualidad y el curso parlamentario. Que se haya dejado, incluso, que sea el causante de que nuevos partidos políticos con gran futuro, se vean ahora peor que nunca y con expectativas aún más pobres. Imposible de creer que una nacionalidad, o como guste de llamarse, que a mí eso me importa un bledo, en la que no hay una mayoría que desee una ridícula independencia a estas alturas de siglo, sea la protagonista y se haga además tan mal que se esté casi logrando que ese absurdo deseo sea mayoritario. No comprendo que no se cogiera el tema recién esbozado y se acabara con él sin más, que su solución se haya dilatado por años, que se haya utilizado la voz de lo penal en vez de recurrir al dialogo antes de poder aplicar ordenamiento ninguno. Sin olvidar que hasta se ha demonizado la intención de dialogar. Me parecería muy bien tomarse en serio el deseo de un pueblo, cuando es éste el que hable. Pero ya me dirán ustedes qué seriedad tiene algo para tomarlo en cuenta, cuando menos de la mitad lo pide. Es una falta de respeto para con todos: la minoría, la mayoría, y el resto del país.
Me parece mentira que las magníficas instancias de nuestro Estado no hayan sido capaces de solucionar un problema que empezó siendo menor y ahora es lo suficientemente grave como para tener dividida a la población catalana, a los grupos políticos de Cataluña, y a los de España. Y lo peor, que gracias a él se haya dado fuerza a voces radicales y descerebradas de la más extrema ultraderecha, logrando además lo que parecía casi imposible: hacer que la derecha de toda la vida haya perdido el centro, y no ya sólo la centralidad de la que presumía, y que yo nunca vi por ninguna de sus siglas, sino el mismo rumbo; pues los nuevos dirigentes me parecen tan radicales o más que los mismos paletos de la extrema derecha. Si no fuera para llorar, me reiría, porque es imposible mayor ineptitud. Pero el miedo me borra la risa antes de nacer siquiera. Y más que un miedo personal, que a estas alturas de edad no siento ni de broma, es un miedo por la colectividad. No se puede tomar a la ligera el auge de los nacionalismos conservadores completamente extremistas; y lo que veo es que se hace eso y algo peor: se trata de justificar. Pero hay que recordar otras etapas históricas de sinrazón, en las que estos ultranacionalismos hicieron mucho daño a la misma humanidad y al progreso social. Y es imposible de creer que la mentira política, siempre existente pero más o menos disimulada, campe desvergonzada a sus anchas, sin pretensiones de engañar a nadie. No se miente diciendo que se dice la verdad; se miente con descaro, como en una competición de a ver quién miente más y con más seguidores de las mentiras. Porque ahora da igual si dejas en evidencia al mentiroso; aun así, sus seguidores le aplauden y participan de esta farsa en la que nos vemos inmersos por no tener políticos que den la talla y busquen soluciones a los problemas. Porque por más que no lo podamos creer, ahora lo más que se busca es revolver más las aguas, que ya se sabe que a río revuelto, ganancia de pescadores. Y lo más triste es que nosotros somos la pesca que los listos se zamparán.