Por Lola Fernández Burgos
Salgo a la terraza y respiro el aire de la mañana, y con él, un presagio de primavera. Pero aún queda un largo mes de invierno, así que la alegría que siento es tan ficticia como efímera. Es el sino de estos tiempos que corren, me digo para mis adentros: un sino que es más desatino que otra cosa; un tiempo que no se llega a acompasar al ritmo de la mayoría de la gente; y una carrera que ni se sabe cuándo empezó, ni por qué existe, y ni a dónde nos conduce. Llevamos años de tristeza; para empezar, económica, que es la madre de casi todas las tristezas; y aunque nos dicen que eso ya está cambiando, no veo yo más alegría que la que no es verdadera. Y todo ello sin entrar en abstractas consideraciones sobre la imposibilidad de la felicidad, habiendo tanto feo en este mundo nuestro. No hacen falta demasiadas disquisiciones para encontrarse con la fugacidad de lo placentero, y con la ficción de su sustento. Hubo un tiempo en el que había menos luz, seguramente, pero tal vez entonces nos sentíamos más cercanos todos, y nos alegraba el verano una tonta canción; o juntos nos sentíamos agraviados por el poco éxito de nuestra elección para Eurovisión, que es increíble pero aún persiste, como la costumbre de echarle la culpa del perenne fracaso a factores políticos que nos hacen sentirnos país, y esta vez sin diferentes banderas. Hay que ver las cosas que tenemos, que parecemos estar siempre en guerra, pero llega el fútbol o algo como un certamen euro-televisivo, y nos sale la vena española, sin fisuras, sin colores, sin odios. Somos raritos, pero ahí vamos tirando. Y yo espero que alguna vez el orgullo nos venga por Cervantes, o por Picasso, o por el mismo Lorca; o por Goya, o por Velázquez, o por tantos españoles universales cuyo nombre hace que se piense automáticamente en España.
Y sigo pensando que entonces, que es un pasado de décadas, nos parecía estar más unidos; igual es que veíamos una única cadena de televisión, o una emisora de radio, y poco más. Tal vez aquello nos hermanaba en la pobreza, porque me parece como si entonces fuéramos pobres en todos los sentidos. El vestido de domingo, los zapatos de fiesta, el programa de radio o de la tele, el partido de la semana, no sé. Llegaba el verano e íbamos a la piscina, o a la playa, pero casi éramos un calco los unos de los otros; nos emocionaba la misma película, el mismo ritmo de la temporada. Después pasó el tiempo, y, con más progreso y más riqueza, es como si nos fuéramos distanciando y convirtiendo en desconocidos. Ya no sabemos nadie dónde veraneamos el resto, ni qué películas nos roban el sueño, o qué canciones suenan por nuestros auriculares. Es un tiempo de vivir a solas y para adentro. No hay canciones de verano; a lo sumo, el meme de la semana, o el tuit del día. Todo es un recordatorio de que, en la época en que más medios de relacionarnos existen, es cuando más solos estamos, y más enfrentados, y menos unidos, aunque sea por algo tan efímero como un partido de fútbol, o una boba melodía que a la postre será la banda sonora de algún verano de nuestro pasado. Y me pregunto si es que los efímeros y ficticios somos nosotros mismos, que olvidamos que la esencia de las cosas es permanente, y que las prisas no son buenas, y mucho menos para sentir. Que los sentimientos son para saborearlos despacito, dejando que la emoción nos inunde y nos cale hasta los huesos. Y miro el paisaje y veo que nada es fugaz o inventado, que las montañas tienen una historia de miles y millones de años, y que el agua sigue un curso que se abre camino a través del tiempo; y pienso que lo realmente importante está ahí, a nuestro alcance, si sólo sabemos mirar, sin quedarnos varados como barcos en la orilla.