Por Lola Fernández Burgos
Como quien no quiere la cosa, cuando en otros años ya hace meses que nos quejamos de los calores, hete aquí que, en apenas unos días, el clima, casi infernal, nos avisa de que, finalmente, llega el verano. Ay, ya se sabe que la cosa es quejarnos, si hace frío, por el frío; y si calor, por el calor. Y eso que dicen los que entienden, que quejarse es nocivo para la salud; pero ni caso, que en eso, y en tantos otros asuntos, invariablemente, nos importa poco lo que digan los entendidos. La cosa es que sin darnos respiro, el aire es insufrible, y no se ha terminado de ir la primavera, cuando ya desesperamos por unas temperaturas que no han ido ascendiendo progresivamente, sino que se han lanzado a nuestra yugular como vampiros hambrientos, dejándonos exhaustos y buscando sombras que no logran aliviarnos. Claro que las quejas por las temperaturas son peccata minuta frente a las lamentaciones por la impresentable imagen de la vieja Europa, de quienes creíamos vivir en un paraíso de progreso y solidaridad para con los más necesitados, y de repente descubrimos que sólo es un continente xenófobo que multiplica sus invisibles fronteras frente a quien llama desesperado a sus puertas. A Europa le importa poco si los refugiados sin refugio se mueren una vez han logrado escapar del infierno de sus países de procedencia: mientras no entren en sus tierras, que hagan lo que quieran; ya sea engrosar el número de muertos en esa fosa común marina que es el Mediterráneo, ya sea vagar de puerto en puerto hasta que alguien se apiade de ellos y permita que dejen atrás el éxodo de su abandono.
Por esta vez ha sido España la que ha dado la talla de nación civilizada, permitiendo que después de ocho días de travesía y siendo rechazados en Italia y Malta, los más de seiscientos migrantes en aguas mediterráneas hayan podido entrar en nuestro país y recibir el trato humanitario que se merecen. Niños, mujeres embarazadas, menores solos, hombres y mujeres, todos ellos son supervivientes de una huida en la que se juegan la vida, y del drama de no ser aceptados en lo que ellos suponían un paraíso y pronto descubren que es otro infierno, distinto del que huyen, pero infierno al fin. La vetusta Europa, anquilosada y decrépita, sin la capacidad de reacción que se precisa para adaptarse a las nuevas realidades de los tiempos modernos; anticuada y rancia, carente de generosidad y apoyo, lejos de los valores que se le presupone al conjunto de unos países de progreso y defensa de una sociedad humanitaria y sensible con los problemas de los semejantes, por muy de lejos que vengan. Pero mientras este grupo de personas abandonadas a su mala suerte acaparan la atención de los medios de comunicación, en nuestra tierra andaluza el drama se reproduce a diario, y más cuando se acaba el tiempo de las inclemencias adversas. No pasa un día sin que en el Mar de Alborán o en el Estrecho de Gibraltar lleguen a cientos, que suman miles, los que huyen sin importar
les dejarse la vida en el intento. Sin contar el reguero de muertos que van incrementando la cifra total de una tragedia a la que no puede dar solución un solo país sin el concierto del resto que conforman eso que llaman la Unión Europea. Porque si esta quiere ser realmente una organización internacional y una comunidad política de derecho y progreso, habrá de empezar a buscar soluciones para los nuevos problemas de nuestro mundo, que para nada son los de su constitución, y que desde luego van mucho más allá de asuntos monetarios y trasnochadas políticas de confederación. No se pueden cerrar los ojos, ni las puertas, a los problemas reales del presente, por mucho que se pretenda vivir anclado a un cómodo pasado que se ha quedado tan añejo como la vieja Europa. Y en esto que llega el verano y parece que todo es más fácil, cuando quizás sea todo lo contrario.
NOTA: Y desde luego, lo que ocurre con la llegada del verano, y que conocen quienes me leen, es que descanso hasta que pasa nuestra Feria y entra el otoño. ¡Felices meses veraniegos!