Por Lola Fernández Burgos
Madre mía, una no deja nunca de asombrarse ante ciertos hechos, por más que ya esté hecha a los ciclos y a la repetición anual de tantas cosas como para haberse acostumbrado. Sin embargo, para nada hay costumbre en los milagros y estos siempre te embargan de emoción, aunque no sean nuevos y ya hayas tenido la suerte de experimentarlos. Así, por mucho que conozcamos las fases de la Luna, quién no se emociona cuando brilla llena encima de nuestras cabezas, iluminando la oscuridad de la noche; o cuando descubre en primavera los primeros brotes en los árboles del jardín, aún vestidos de invierno… Cuando ves los signos de cómo la vida se va renovando sin pausa, te das cuenta de lo importante que es acompasar tus pasos a los que te va marcando la Naturaleza. Cómo no comprender que vivir es cambiar continuamente, y que quedarse anquilosado es tanto como estar muerto aunque se siga respirando; porque la vida no espera, avanza y ni te mira, y te agarras a su estela o te quedas para siempre en el mundo del olvido, que es algo así como un preámbulo al de la muerte. El tiempo, las etapas, los ciclos, las fases, los periodos, todo eso que conforma la sucesión y la repetición, está claro que no dejan de ser palabras, términos inventados para entendernos, pero si no alcanzamos a ver el misterio que encierran, mejor apaga y vámonos. Porque la existencia está llena de síntomas y evidencias de su realidad; más allá del lenguaje inventado, a veces más para los desencuentros que para el entendimiento y la armonía. Pero es que sin interferencias y disonancias, cómo llegaríamos a apreciar en su justa medida el equilibrio y la concordia: es difícil que exista el acuerdo si no se ha logrado mediante una serie de soluciones que previamente han supuesto distintos puntos de vista, que es tanto como pura discrepancia.
Todas estas reflexiones me ocupan mientras disfruto, un año más, del tránsito de estaciones, con el consabido absurdo cambio de hora, ese con el que prometen acabar, para después demostrarnos que las promesas de ciertos colectivos valen tanto como la ropa de diseño en un campo de refugiados sin refugio; es decir, nada. Pero que existan personas que no valen, eso no merma en absoluto la valía propia. Cada quién desmerece, o merece, por méritos personales e intransferibles, no por realidades ajenas, por mucha empatía que le echemos a los asuntos de los demás. Que ya se sabe que somos seres sociables, pero a la hora de la verdad quién no siente la soledad de la individualidad en medio de la marea, y el mareo, del grupo; se dice que nacemos y morimos solos, y eso es la mayoría de las veces verdad. Pero ya estamos acostumbrados, y nos ayudamos con conceptos como amistad y amor; y cobijos como puede ser en un momento dado la familia, que en otras ocasiones se convierte en puro desamparo. Así de raros y complicados, por complejos, somos los seres humanos, los mismos que a veces sólo damos muestras de ser demasiado inhumanos. Y mientras pienso esto y lo comparto con ustedes, los últimos coletazos del invierno se empeñan, con aullido de viento, en dejar claro que los cambios no se dan de la noche a la mañana, que hay todo un proceso de mutabilidad que es como un puente, con una entrada y una salida, y que al atravesarlo nos transforma, consiguiendo, lo queramos o no, que no seamos lo mismos al adentrarnos que al salir de él.