Por Lola Fernández Burgos
Aunque seguramente hay excepciones, siempre he pensado que la gente, tomada individualmente y no en masa, es más buena que mala, y sólo tiene ganas de vivir lo mejor posible y sin problemas añadidos a los que ya ha de enfrentarse quiera o no. La gente, decimos, pero eso es un ente demasiado abstracto; hablamos de la masa, y las individualidades se desdibujan y se pierden, bajo un perfil global que para nada les representa, pues a la postre es como el punto medio de todos. Y si las estadísticas pierden muchos detalles aplicadas a los objetos, no digamos si se refieren a los sujetos…
La multitud no nos sirve para acercarnos a reflexionar sobre los problemas personales, pues en estos es la persona el protagonista principal. Así que es a la persona a la que podemos mirar a los ojos, con la que podemos relacionarnos de tú a tú, empatizando, o no, con ella. Alguien que es como nosotros, salvando las distancias, que ya se sabe que no hay dos seres humanos iguales, por más que nos digan que cada quien tiene un doble por cualquier parte del mundo. Alguien que siente como nosotros, que sólo por el hecho de nacer es poseedor de unos derechos y de unos deberes que implícita y explícitamente están marcando el espacio y el tiempo en el que nos toca vivir. Y sin embargo, me da a mí, que mientras en lo referente a las obligaciones nos movemos entre códigos mil, en cuanto a privilegios estamos bastante ayunos.
No sé por qué, pero parece como si el sacrificio fuera el pan nuestro de cada día para demasiadas personas que desde que nacieron son fieles cumplidoras de lo que les toca hacer, como si el deber fuera no ya su realidad, sino su misma esperanza. Lo cual me parece una absoluta injusticia y una evidente desigualdad con respecto a quienes desde su nacimiento, o desde su llegada a la meta de su arribismo, desconocen lo que es conjugar renuncias y dificultades. Y no tengo nada que objetar contra quienes disfrutan de una vida regalada sin hacerlo a costa del padecimiento y las carencias ajenas; pero, ay, cómo me enfurece que algunos vivan bien gracias a que otros viven mal por el puro designio de esos algunos. No entiendo que ya en este mundo estén repartidas las parcelas del cielo y del infierno, siendo las primeras para los listillos de turno, que no dudan en pisotear los derechos de los demás, cuando no sus mismas cabezas. Es muy injusto, demasiado triste también, que haya millones de personas trabajando toda una vida para que después sus pensiones no les den más allá de malvivir, y sin quejarse, oiga, que son muy exigentes. Los políticos, esa clase de individuos que suben al poder en nombre de la gente, y después se mantienen en él a su costa, no tienen reparo en gastarse lo que les corresponde a los trabajadores, obligando a éstos a una jubilación de penurias y problemas. Es bastante indecente, y encima hay sinvergüenzas que se atreven a dar consejitos cuando se han perpetuado en el mundo de la política, muy en minúsculas, sin dar palo al agua y sin capacidad ni vocación ninguna para trabajar por los demás. Así, esos hombres y mujeres que desde que nacieron están cumpliendo y trabajando, soñando con un retiro feliz, son estafados, una vez más, convertidos, para no variar, en cumplidores sin recompensa; mientras los premios y las pedreas son para quienes se han creído eso de que quien reparte, se lleva la mejor parte…