Por Lola Fernández Burgos
Cierto que la belleza no radica solamente en las personas y las cosas que nos parecen bellas, sino que buena parte de su apreciación como tal está en los ojos que miran. Así, los mismos objetos o sujetos serán agradables o desagradables en función de quién se enfrente a ellos, de quién está frente a sus cualidades y otorga a estas la calidad de positivas o negativas. Por ejemplo, el invierno puede ser visto como una estación del año inhóspita y fría; pero habrá quienes se queden embelesados por la belleza invernal, más allá de las bajas temperaturas y otras características propias del invierno. Con independencia de que solemos añorar lo que no tenemos, hay veces que no necesitamos estar padeciendo calor para apreciar su ausencia. Y no menos verdad es que porque nos guste el verano no nos va a dejar de gustar el invierno, pues cualquier época, como ocurre con las personas, tiene cosas bonitas a pesar de que puedan convivir con otras directamente feas. Dicen que la belleza es armonía y perfección, pero me parece a mí que eso es simplemente una definición que no tiene en cuenta el factor subjetivo, los ojos que admiran y encuentran equilibrio donde objetivamente pueda existir poco más que un desastre estético. Porque esa es otra, la belleza va mucho más allá de la estética, y es lo que consigue que personas no muy agraciadas pero con una sobresaliente ética, nos lleguen al corazón y nos gusten mucho más que otras que tal vez sean guapas, pero cuya conducta deja mucho que desear. Nada mejor para encontrar lo bonito que existe ahí fuera, que salir de nosotros mismos, porque podremos ser maravillosos, pero nuestra esencia se queda en agua de borrajas si no entra en conexión con los seres que nos rodean, seguramente igual de maravillosos como nos creemos. Y quien dice seres puede añadir cualquiera de los muchos elementos que conforman el paisaje emocional en el que nos movemos y sentimos la seguridad nuestra de cada día.
En estos días fríos y lluviosos apetece sobremanera quedarse protegidos al calor del hogar, pero hay que salir, y no sólo de nosotros mismos, sino echarse a la calle, coger el coche, siempre que no haya temporal, claro, y disfrutar de la naturaleza. Es algo que nunca está de más repetir, porque la pereza se ve espoleada cuando el viento deja de soplar a favor, y al final nos perdemos lo mejor sin disfrutarlo. Quienes amamos contemplar el espectáculo del amanecer, conocemos perfectamente que si no madrugamos no podemos tener el placer que cada día ocurre como un milagro para quienes saben apreciarlo. E igual podemos decir del atardecer, cuando la frontera entre el día y la noche se viste de una belleza desbordante que no dura más allá de unos pocos minutos. Seguro que hay quienes sienten total indiferencia ante la salida o la puesta del sol, algo que además ocurre día a día, pero ello no le restará a ambos momentos ni un ápice de su excelencia. Para quienes sepan verla, toda suya. Por eso aprovechar un buen día de invierno, de esos en los que hace frío pero luce un sol que invita a salir, nos puede conceder el inigualable regalo de la hermosa naturaleza presta a entregarnos cualidades que conviven con ella a través de los siglos desde el mismo origen de la vida. Disfrutemos pues de cada momento de la vida, sin olvidarnos de saber ver la belleza allí donde está y permanece con independencia de ser o no ser vista. No es ni siquiera necesaria la presencia del rastro humano, aunque qué duda cabe que el hombre ha acrecentado, por lo general, la armonía natural. Porque si una montaña es bella, cómo luce el pueblo construido a su abrigo; y si un río lleva la vida por los valles, qué maravilla encontrar un puente que nos permita cruzar de orilla a orilla. Y frente a los salvajes bosques, qué sabiduría ancestral se enseñorea entre los bancales de los campos de cultivo, en los que un simple tractor sobresale tan majestuoso como la más brillante aurora.