Por Lola Fernández Burgos
Año de nieve, año de bienes, lo decimos y nos sentimos tan felices, como con tantas otras creencias irracionales pero perfectas para alegrar nuestros días. Unas van vestidas de dichos y refranes, otras no son consideradas más que meras supersticiones; pero, ay, mira que si creemos en ellas nos sentimos felices cuando las consideramos realizadas, o al menos cercanas y como posibilidades de ser ciertas. Finalmente, en Baza no hemos empezado el año con nieve, como no sea en la Sierra, y poquita; pero la mera visión de las alturas montañosas blancas y brillantes bajo el sol es ya todo un presagio de buena suerte, una señal halagüeña que es perfecta para iniciar el camino de un año nuevo, esperando a ser vivido de la mejor manera. Han pasado muchos siglos desde que dejamos de ser mujeres y hombres primitivos, llenos de temores y miedo a lo desconocido, que era mucho más que lo conocido; y sin embargo, a veces no parece que haya transcurrido el tiempo, pues seguimos compartiendo con ellos, unos más que otros, desde luego, el gusto por la simbología y las señales de buen o mal agüero. Los presagios son promesas, y basta creer en ellos para que nos otorguen la magia de todo un mar de posibilidades. Y cualquier excusa para sentirlos se nos hace buena si nos transmite ilusión, ya sean hechos naturales, determinados objetos o animales, aunque después sus anuncios sean la mayoría de las veces más peregrinos que otra cosa.
A ver, a quién no le da alegría encontrar un trébol de cuatro hojas cuando camina por el campo, o toparse con una herradura abandonada. Cómo no pasar la mano por la barriga de una mujer embarazada o por la chepa de alguien de espalda cargada. De la misma manera que no nos quedaremos indiferentes al ver bulliciosas golondrinas sobrevolándonos, o mariquitas en el jardín, o mariposas blancas revoloteando felices y ajenas… O sí, pero entonces no seremos supersticiosos, y no disfrutaremos de placer añadido al pasear bajo la lluvia, o al descubrir en los cielos un arco iris que nos deje ensimismados y soñando, o al escuchar el canto de los grillos o el croar de las ranas, todos ellos presagios de buena suerte. Y entre estos, cómo olvidar a las cigüeñas, aves de buen agüero donde las haya. Si algo echo de menos viviendo aquí son las cigüeñas y su elegante vuelo; su llegada por San Blas, allá por febrero, si no pasan de refranes y migraciones, y llegan prematuramente, como ahora ocurre en tantos otros lugares donde sí anidan. En Baza no hay cigüeñas, por desgracia, y no podemos verlas en bandadas o solitarias, descansando de sus viajes en nidos ajenos, o regresando al propio para esperar a su pareja y turnarse en la incubación de los huevos y en la alimentación de los polluelos. Los campanarios no albergan nidos, ni los vemos en las grandes chimeneas, o en las alturas; que a ellas cualquier lugar alto les vale, como los postes de la luz, o las palmeras muertas, que por desgracia son más cada día. Pero no por ello vamos a pensar que no nos espera un buen futuro, especialmente si se sustenta en hechos más reales que presagios y supersticiones. Mucho mejor certezas que promesas, y realidades, que simples posibilidades; que ya nos encargaremos nosotros de buscar campanarios con cigüeñas para dejar volar tan alto como sus vuelos nuestra imaginación, y para que la ilusión sea el motor que alimente nuestra vida.