Por Lola Fernández Burgos
¡Madre mía, qué frío que hace cuando hace frío! Pero tenemos la inmensa suerte de contar con un hogar en el que hallar abrigo. Nada como una calefacción, un brasero calentito, el calor de las llamas en una acogedora chimenea que nos quite las desagradables sensaciones corporales que traen consigo las bajas temperaturas. Por eso no puedo olvidarme ni un momento de quienes carecen de esa suerte de tener un hogar. Es muy triste, y se me hace casi imposible de creer, pero hay miles de personas que viven en la calle, con los peligros de todo tipo que ella conlleva, acentuados al máximo conforme avanzamos hacia el invierno. Que haya quien tenga que abrigar sus sueños con cartones es para llorar, se trate de explicar como se quiera. Pero es que si me pongo a pensar en los que malamente llamamos refugiados, el problema y la inquietud crecen exponencialmente. Que a quienes huyen de la miseria y la falta de un futuro les cerremos la puerta en las narices y les llevemos a centros de acogida en los que lo que menos encuentran es acogida, o ya directamente a prisiones, es para llorar y sentir el impotente bochorno de la vergüenza ajena. Pero todo ello se acrecienta cuando hablamos de seres humanos que huyen de la guerra, no ya de la pobreza. Porque esta puede matar, sí; pero aquella es la certeza de la muerte. Y no nos conmueve lo más mínimo, y no nos importa que sean niños y niñas, mujeres, mayores, inocentes hombres que sólo buscan escapar de las terribles consecuencias de la asquerosa guerra.
Es una pena que Europa haya caído en las garras de gobiernos inhumanos que no dudan en mirar hacia otro lado, ignorando que existen personas abandonadas en campos en los que malviven hacinadas, bajo la lluvia, el frío, la nieve… Sin baños, con tiendas de campaña que no pueden ofrecen refugio alguno a una gente que no ha cometido mayor pecado que escapar del terror de una guerra en la que no tienen responsabilidad alguna, y que se ha encontrado con el infierno en la tierra. Gente que tal vez no lo sabe al llegar a estos campos en medio de la nada, pero que seguramente aprende pronto que es preferible estar muertos que malvivir en ellos, ante la indiferencia de los países que osan llamarse civilizados, y que tienen la desvergüenza de celebrar el día de los Derechos Humanos… Venga ya, qué gran hipocresía, de qué derechos hablamos si permitimos que personas como nosotros mueran como si fueran malas bestias. En esos campos, entre barro y temperaturas bajo cero, que unas sucias lonas no van a lograr que se olviden, hay niños y ancianos, padres y madres desesperados que esperan, que aún esperan, porque dicen que la esperanza es lo último que se pierde, no que les llegue el producto de una caridad mal entendida, esa que consiste en dar lo que nos sobra y a otra cosa, mariposa, sino que Europa se comporte como una madre buena y les abra las puertas y les ofrezca amor, y no limosna.
Pero no, las puertas no se abren, y Europa no deja de ser una mala madrastra digna de algún cuento de terror, de esos que no queremos para nuestros hijos. Por favor, que se acerca la Navidad y para los nuestros sólo pedimos paz, salud, amor, buenos regalos, a ser posible de los Reyes Magos, que Papá Noel es extranjero (como si los Magos fueran españoles). Sólo espero que tengamos unas felices fiestas, y que nunca nos veamos en la situación de quienes se juegan la vida en el mar, huyendo de la muerte y cayendo muchas veces en sus garras, o creyéndose a salvo cuando ese mar no se los traga y llegan a lo que ellos creen el paraíso, pobrecitos. Que el nostálgico sonido de los villancicos o el sabor de los dulces navideños no nos enfríe el corazón hasta el punto de olvidarnos de quienes seguro rezan para que no los abandonemos en el infierno particular que nuestra sociedad ha reservado para ellos.