Por Raimon Blu (seudónimo)
El tren del olvido insinuó su salida con un balbucido cuchicheo, foráneo, sin aparente trascendencia. Pero se propagó de esquina en esquina, acrecentándose en un rumor popular de boca en boca, en las plazas, en el mercadillo semanal, hasta que oficialmente se confirmó la fecha y la hora. Llegó el día y mi curiosidad, mi inquietud de zagal que iniciaba sus solitarias exploraciones por los recovecos del pueblo, me condujo aquella tarde hasta allí. Desde la ruinosa fachada de la fábrica de harinas divisé una inusual aglomeración de personas, crucé el paso a nivel agilizando mis zancadas hacia la estación, donde me uní a los numerosos concurrentes en el abrigo del andén. Ningún rostro me resultaba familiar, solamente reconocí a un novel periodista, me detuve un instante junto a él atraído por la modernidad de su cámara fotográfica, el potente objetivo que utilizaba y la extraña imagen que se disponía a captar: una minúscula nota de papel en el tablón de anuncios susceptible de ser barrida en cualquier instante por una bocanada de viento. Disparó varias veces su cámara y al retirarse pude leerla, era la noticia: Parada del último tren en Baza y cierre definitivo de la línea Guadix-Baza-Lorca.
Tintineó en el paso a nivel el aviso de bajada de barreras, instantes después emergió del horizonte el creciente y bronco chiflar de la locomotora, todos dirigimos la mirada al confín del abanico de vías a la vez que dábamos unos pasos hacia atrás, ¡ahí llega!. El semblante del agente de maniobras era lastimoso, de funeral, operó el alto y rápidamente se retiró al interior de las dependencias. La multitud asaltamos el foso de la vía y sentados sobre los raíles se armó una barrera humana impidiendo la salida del tren. Aquel último tren de Lorca a Guadix, retenido en la estación de Baza, propició la oportunidad para que me subiera por primera vez. Dos corpulentos bastetanos, aprovisionados con una garrafa de vino y variados embutidos, dispusieron entrar a los vagones y ofrecer a los pasajeros un aperitivo que amenizase el inesperado paréntesis de su viaje. Apegándome a sus espaldas accedí al interior del tren descubriendo la fácil movilidad de un vagón a otro, la robustez y seguridad de cada elemento, sobretodo las butacas mucho más espaciosas y confortables que las del autobús, único transporte público en el que yo había viajado. Me llamó la atención una pareja, ambos de cabellos rubios y piel pecosa, extranjeros sin duda, que aceptaron el vino mostrando una amplia sonrisa como agradecimiento. Me imaginé por un instante sentado en su lugar, ¿qué pasaría si aquel tren se pusiera en marcha?, ¿a dónde me llevaría?, lejos, a una gran ciudad como Madrid, o mejor a Barcelona a visitar a mis primos.
Descendimos por el vagón de cola donde me quedé retraído, a solas con mis pensamientos, observando el perfil del convoy. Sus amplias ventanas, como espejos difusos, reflejaban varias personas deambulando por el andén con las manos en los bolsillos, cabizbajos, a punto de abandonar la batalla. Me acordé de mi abuelo, que pese a todas las adversidades en la década de los cincuenta, un año de extrema sequía llegó a esta estación, cogió el tren hasta Castilla la Mancha donde compró paja, un vagón repleto, y regresó a los cuatro días con el sustento de su ganado hasta un ciclo más lluvioso que hiciera brotar abundantes los pastos. Y me acordé de mi padre, que a principios de los años setenta, durante varios veranos, transportó en el tren su máquina cosechadora, desde esta estación de Baza hasta las provincias de Córdoba, Sevilla, incluso Burgos, donde prolongaba las campañas de recolección cerealista para rentabilizar la costosa mecanización de nuestros campos de secano.
La barrera humana se desbarató en una algarabía de gente que retuvo el tren unas horas pero sanseacabó, se sabía de sobra, la reacción fue tardía y aquel acto concluyó como una aquejada despedida de los más nostálgicos. El tren retrasó su salida pero echó a rodar y rebasando el barrio del Cerrico se lo tragó la oscura noche para siempre. Nos fuimos retirando cada cual dirección de su casa a reunirnos con la familia, a empacharnos de buenos propósitos, a comernos las doce uvas y brindar por un próspero y feliz año nuevo 1985. En días sucesivos, semana a semana, año tras año, en la flor de mi pubertad, por aquella infraestructura ferroviaria presencié el desfile de fantasmagóricos vagones cargados de olvido. Primero pasó el vagón del impune apedreamiento, ventanas y señales de la estación crujían mientras cantábamos “¡qué llueva qué llueva, la virgen la cueva!” camino del colegio Francisco de Velasco. Seguidamente llegó el vagón del saqueo de los almacenes, los despachos, las casetas, el material ferroviario se intercambiaba entre la chiquillería por cromos o canicas. Luego pasó el vagón expropiatorio, el solar de nadie, cortijo sin amo ni provecho, un peligroso obstáculo que dividía urbanísticamente el pueblo, y se sepultó con cemento o asfalto todo el trecho de vía que lo atravesaba. Después circuló el vagón de la picaresca subastando hierros, vigas, traviesas entre las manos más rápidas en desmantelar, cargar y desaparecer. Y el vagón del abandono absoluto a las inclemencias climáticas, en los tramos de ferrocarril más recónditos se fueron pudriendo maderos, anegándose sifones, derruyéndose garitas, poblándose de arbustos y matorrales el balastro, oxidándose la cabeza, el patín, el alma de los rieles hasta finalizar fundidos en una chatarrería. Vagones cargados de olvido que transitaron incesantes hasta que cumplí la mayoría de edad y emigré como el tren de Baza.